jueves, 10 de mayo de 2012

Esas pequeñas y estúpidas cosas que se quedaron en el olvido



Asomado al balcón, observo a las diminutas criaturas que pasan por el mundo, inconscientes de que los vigilo. Mi mirada pasa de abuelas tirando de los carritos que se dirigen al supermercado a madres de casa que pasean animadamente con sus amigas, en dirección a algún lugar que desconozco.

Sin embargo, mi atención se concentra en un ser aún más pequeño que todos ellos. Me parece raro, porque a esas horas de la mañana, una niña debería estar en el colegio, estudiando la raíz cuadrada de a saber qué número, o tal vez las comunidades que constituyen este país. A saber. Hace tanto tiempo que terminé el colegio que desconozco qué es lo que aprende hoy día la generación que tomará mi lugar dentro de una década.

Pero sí, esa niña llama mi atención de una forma curiosa. Bueno, no es ella, sino lo que hace. Anda con los brazos extendidos, andando cuidadosamente por una pasarela de cuadrados rojos, concentrada en no caer al mar blanco. La imagen me recuerda un poco a la película “El Mago de Oz”, donde Dorothy sigue el camino marcado por baldosas amarillas. También me viene a la mente la pasarela del barco de Peter Pan, en la que los piratas obligaban a los niños a pasar para que su trayecto acabaran en el agua. Parece que para esa niña, igual que los personajes de la película de dibujos, es importante no perder el equilibrio y zambullirse en ese mar que sería su perdición.


El absurdo de la escena que tengo delante me hace reír. Pero no es más que sólo un instante. Otra cosa se apodera de mí. La envidia. Sí, envidia. Envidia por la facilidad que tiene para que ese insignificante juego la haga pasar un buen rato. Envidia porque ella es capaz de hacer tal estupidez, sin sentir el ridículo, y porque así, ella es feliz. Envidio esa inocencia con la que disfruta de las pequeñas tonterías de la vida, mientras que yo deambulo en un inestable camino lleno de problemas y comedores de cabeza, donde las tonterías son las que te sacuden y te lanzan de lleno a una batalla campal.

Algo parece sobresaltar a la pequeña, porque detiene su paseo por las baldosas rojas. A cinco pisos de altura, intento buscar el origen de su atención. Descubro a una mujer, seguramente su madre, aguardándola impacientemente. Desde donde estoy no la escucho, pero estoy seguro de que la está reprendiendo por entretenerse jugando como una tonta. Siento pena por ella, pero entonces descubro una sonrisa dibujada en el rostro  de aquella cría y me paralizo. Aún siendo reprendida, aquello no parece molestarla. Simplemente se disculpa y el tema queda zanjado. Sólo es una disputa sin sentido, que puede corregir siguiendo las instrucciones de su madre.

Siento admiración por lo que acabo de ver. Y una vez más, envidia. Envidia porque a diferencia de la niña que no le ha dado importancia a ese toque de atención de su madre, yo no puedo vivir con esa indiferencia. Cualquier cuestión importante cae sobre mí como un yunque de tonelada y media. Tengo que andar con pies de plomo, fijándome en cómo actúo, en cómo hablo, en cómo reacciono frente a las personas que me rodean… Es un juego peligroso, donde el desenlace más posible es la derrota. En mi mundo, hacer algo mal conlleva un castigo. En el mundo de esa niña, sin embargo, toda preocupación puede ser disipada con una sincera disculpa y un gesto amistoso.

Envidio su capacidad de animarse por las más pequeñas tonterías y poder deshacerse del miedo del enfado de los demás. Y siento pena, porque una vez yo tuve esa capacidad de sentirme feliz con las cosas más pequeñas del universo y con el paso de los años la he perdido.

Miro al cielo y me pregunto si esa niña algún día estará en mi situación. Aunque la cuestión en sí no es que me importe una miseria. Pero la uso para ocultar el pesar que siento en el fondo de mi ser. Como siempre, tapando agujeros sentimentales con cosas triviales, enmascarando esa pena que arrastro con dificultad. Me escudo en una cosa: quiero que esas pequeñas cosas que me hicieron sonreír por un instante me ayuden a sellar eso que me consume. Será como una pastilla contra el dolor. Tal vez no sirva para hacerlo desaparecer, pero por un instante, disminuirá el efecto dañino, me dejará tonto y soñaré con el País de las Maravillas de Alicia, hasta que descubra que todo ha sido un lapsus mental.

Al menos, aunque sea por un instante, quiero ser cómo esa niña inocente, a quien todo le da igual. Las preocupaciones sólo son tonterías. Nada grande. Cosas que pasan y que se olvidan.

Eso me lo digo a mí mismo, pero no hay idiota que se lo trague. Pero bueno, haremos como que no lo pienso y sonreiré como un idiota, intentando creer en lo que acaba de pasárseme por la cabeza. Hasta que el optimismo pierda la batalla. Pero eso es asunto del futuro. Ahora mismo, no me interesa.

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