Asomado al balcón, observo a las
diminutas criaturas que pasan por el mundo, inconscientes de que los vigilo. Mi
mirada pasa de abuelas tirando de los carritos que se dirigen al supermercado a
madres de casa que pasean animadamente con sus amigas, en dirección a algún
lugar que desconozco.
Sin embargo, mi atención se concentra en un ser aún
más pequeño que todos ellos. Me parece raro, porque a esas horas de la mañana,
una niña debería estar en el colegio, estudiando la raíz cuadrada de a saber
qué número, o tal vez las comunidades que constituyen este país. A saber. Hace
tanto tiempo que terminé el colegio que desconozco qué es lo que aprende hoy
día la generación que tomará mi lugar dentro de una década.
Pero sí, esa niña llama mi atención de una forma
curiosa. Bueno, no es ella, sino lo que hace. Anda con los brazos extendidos,
andando cuidadosamente por una pasarela de cuadrados rojos, concentrada en no
caer al mar blanco. La imagen me recuerda un poco a la película “El Mago de
Oz”, donde Dorothy sigue el camino marcado por baldosas amarillas. También
me viene a la mente la pasarela del barco de Peter Pan, en la que
los piratas obligaban a los niños a pasar para que su trayecto acabaran en el
agua. Parece que para esa niña, igual que los personajes de la película de
dibujos, es importante no perder el equilibrio y zambullirse en ese mar que
sería su perdición.
El absurdo de la escena que tengo delante me hace
reír. Pero no es más que sólo un instante. Otra cosa se apodera de mí. La
envidia. Sí, envidia. Envidia por la facilidad que tiene para que ese
insignificante juego la haga pasar un buen rato. Envidia porque ella es capaz
de hacer tal estupidez, sin sentir el ridículo, y porque así, ella es feliz.
Envidio esa inocencia con la que disfruta de las pequeñas tonterías de la vida,
mientras que yo deambulo en un inestable camino lleno de problemas y comedores
de cabeza, donde las tonterías son las que te sacuden y te lanzan de lleno a
una batalla campal.
Algo parece sobresaltar a la pequeña, porque detiene
su paseo por las baldosas rojas. A cinco pisos de altura, intento buscar el
origen de su atención. Descubro a una mujer, seguramente su madre, aguardándola
impacientemente. Desde donde estoy no la escucho, pero estoy seguro de que la
está reprendiendo por entretenerse jugando como una tonta. Siento pena por
ella, pero entonces descubro una sonrisa dibujada en el rostro de aquella
cría y me paralizo. Aún siendo reprendida, aquello no parece molestarla.
Simplemente se disculpa y el tema queda zanjado. Sólo es una disputa sin
sentido, que puede corregir siguiendo las instrucciones de su madre.
Siento admiración por lo que acabo de ver. Y una vez
más, envidia. Envidia porque a diferencia de la niña que no le ha dado
importancia a ese toque de atención de su madre, yo no puedo vivir con esa
indiferencia. Cualquier cuestión importante cae sobre mí como un yunque de
tonelada y media. Tengo que andar con pies de plomo, fijándome en cómo actúo,
en cómo hablo, en cómo reacciono frente a las personas que me rodean… Es un
juego peligroso, donde el desenlace más posible es la derrota. En mi mundo,
hacer algo mal conlleva un castigo. En el mundo de esa niña, sin embargo, toda
preocupación puede ser disipada con una sincera disculpa y un gesto amistoso.
Envidio su capacidad de animarse por las más pequeñas
tonterías y poder deshacerse del miedo del enfado de los demás. Y siento pena,
porque una vez yo tuve esa capacidad de sentirme feliz con las cosas más
pequeñas del universo y con el paso de los años la he perdido.
Miro al cielo y me pregunto si esa niña algún día
estará en mi situación. Aunque la cuestión en sí no es que me importe una
miseria. Pero la uso para ocultar el pesar que siento en el fondo de mi ser.
Como siempre, tapando agujeros sentimentales con cosas triviales, enmascarando
esa pena que arrastro con dificultad. Me escudo en una cosa: quiero que esas
pequeñas cosas que me hicieron sonreír por un instante me ayuden a sellar eso
que me consume. Será como una pastilla contra el dolor. Tal vez no sirva para
hacerlo desaparecer, pero por un instante, disminuirá el efecto dañino, me dejará
tonto y soñaré con el País de las Maravillas de Alicia, hasta que descubra que
todo ha sido un lapsus mental.
Al menos, aunque sea por un instante, quiero ser cómo
esa niña inocente, a quien todo le da igual. Las preocupaciones sólo son
tonterías. Nada grande. Cosas que pasan y que se olvidan.
Eso me lo digo a mí mismo, pero no hay idiota que se
lo trague. Pero bueno, haremos como que no lo pienso y sonreiré como un idiota,
intentando creer en lo que acaba de pasárseme por la cabeza. Hasta que el optimismo
pierda la batalla. Pero eso es asunto del futuro. Ahora mismo, no me interesa.
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