Era un recreo como otro cualquiera. La campana había sonado
y la jauría de jóvenes había salido en estampida fuera de las aulas. Salvo
ellas, como otros pocos, que por alguna razón preferían la tranquilidad del
aula en vez del frío de la calle, para hablar de las cosas que por aquél
entonces murmuraban las chavalas de quince años. Acogida por su grupo de
amigas, como era de costumbre, ella también intentó participar en su charla,
pero como solía ocurrir tantas veces, se sentía ajena a la conversación. Los
temas a tratar no la instaban a aportar nada que sobresaliera sobre cualquier
otro comentario en boca de las demás tertulianas, por lo que, como siempre, se
relegó al puesto de oyente. Aguardó en el banquillo, esperando que llegara
alguna oportunidad en la que pudiera intervenir y aportar algo a la charla.
Pero el tiempo pasaba y, en vez de encontrar las fuerzas o la oportunidad de
decir algo, terminó por perder el hilo de la plática y volvió a encontrarse,
como ya era costumbre, sumida en sus propios pensamientos.
La embargó aquella extraña sensación que a aquellas alturas
poco le quedaba por habituarse a ella. Se vio a sí misma, fuera de su cuerpo como
el insecto que muda de piel, en aquella incómoda situación en la que pretendía
integrarse pero en el cual no se encontraba cómoda. Veía su cuerpo, vacío de
espíritu, reírse por la broma hecha por la amiga A, asentir ante el comentario
jocoso de B y darle una palmadita de apoyo a C por alguna pena que hubiera
acabado de compartir con sus amigas del alma. Se vio a sí misma, actuando como
un robot, queriendo compartir una ilusión y unos sentimientos con otros
humanos, cuando realmente era incapaz de sentir empatía. Sintió lástima por sí
misma.
Este sentimiento, tan conocido, la hizo volver en sí. Se vio
allí sentada, en aquella especie de círculo malogrado entre los pupitres, en
cuya esquina, más alejada de las demás, se encontraba ella sentada. Repasó con
la mirada a sus amigas y reparó en cómo ninguna le prestaba atención, tan
absortas como estaban en su charla. En ese momento, fue consciente de que si se
alejaba, ninguna la recriminaría. Así pues, con calma de no hacer ruido y
cortarles el rollo, se incorporó y se acercó a la ventana.
Hacía sol, aunque aún hacía frío en la calle debido a que
aún era febrero. Pero las bajas temperaturas no parecían importarles a los
demás chavales, que felices parecían corriendo tras balones en el patio que
quedaba al otro lado de las ventanas un poco empañadas por el cambio de
temperatura. Apoyó la mano izquierda en el cristal, sintiendo el frío en su
piel. Por fin algo que sentir, pensó. Observó el panorama del patio de recreo.
Todos parecían tan felices… Tras ella, las estridentes risas de sus amigas la
hicieron ver que ellas también se lo estaban pasando bien. Se sintió triste.
¿Por qué solo ella no conseguía sentir felicidad? Se giró, dando la espalda al cielo
azulado, y observó a las cuatro chicas que tenía a escasos metros, que seguían
a lo suyo sin reparar en ella.
¿Por qué sentía aquella distancia? ¿Por qué sentía que no
pertenecía a aquel lugar? ¿Por qué su mente no le permitía obviar las preguntas
y le ayudaba a pensar en cosas que decirles, en vez de atormentarla con esa
idea de que ella no pertenecía a allí? ¿Por qué no podía ser normal, como todos
los demás?
Tantas veces se había hecho esa pregunta… ¿Por qué no podía
ser normal? ¿Por qué tenía que darle tantas vueltas a las cosas, por qué no
podían gustarle los asuntos triviales de chicas: moda, novios, cotilleos,
programas de televisión…? ¿Por qué no podía entender a sus amigas, por qué no tenía
nada en común con ellas? Lo había intentado tanto, se había esforzado en
encajar, habiendo creado esa crisálida que la había ayudado a hacerse un hueco
en aquel grupo. Aquel “modo automático” conseguía hacer llevadero los días,
pero al final de la jornada, cuando volvía a casa, se sentía cansada,
desprovista de ánimos y de ilusión. ¿Por qué, sin embargo? Tenía un sitio,
tenía amigas. No estaba sola. Y aún así, ¿por qué se sentía tan sola?
Igual que se había comenzado a acostumbrar a esa sensación
de abandonar su cuerpo y observarse desde un tercer plano cómo actuaba como una
marioneta, la inundaron las ganas de querer gritar desesperadamente, queriendo
llamar la atención de aquellas que, aun siendo sus amigas, aquellas a las que
tenía cerca, sentía tan alejadas de ella. La invadió la rabia, un fuego
inmaterial que la abrasaba desde dentro, las ganas de querer destrozar todo
cuanto tuviera a mano, con tal de dejar sacar todo lo que guardaba dentro, sus
sentimientos, sus pensamientos… Su personalidad real.
Sin embargo, disfrazada por aquella careta falsa que se
había obligado a llevar para encajar en aquel pequeño grupo que suponía el
salvavidas en aquél mar de soledad y de amargura, nadie reparó en sus ojos
vidriosos, las lágrimas ocultas tras un rostro impasible. Su grito silencioso
fue igualmente ignorado por la algarabía que envolvía a las jóvenes saludables
y normales.
Aunque la rabia
aún la apremiaba a actuar, a gritar, a chillar, a dejarse oír, nada se atrevió
a hacer, tan cobarde como era, tan amaestrada como estaba a agachar la cabeza y
a no destacar, tan acostumbrada como estaba a no dejar que su mente hablara…
Perdió la oportunidad, cuando finalmente el timbre de la reanudación de las
clases sonó, dando fin a la batalla interna entre quien quería ser y se
obligaba a ser por sentirse aceptada por la falsa sociedad.