El frescor de una gota la despertó. Abrió los ojos, encontrándose en la vasta oscuridad, rodeada de un profundo silencio. De vez en cuando, conseguía oír el ruido que las gotas de las estalactitas provocaban al caer a la fría roca sobre la que estaba tumbada. Lentamente, intentando recordar dónde estaba, Lena se incorporó.
Recordaba un intenso brillo que la había obligado a cerrar los ojos. Había escuchado una profunda voz, como proveniente del más profundo abismo. «Es la hora de ponernos en marcha». Algo la había agarrado por detrás, sin que ella pudiera defenderse, y en menos de un segundo, la luz había desaparecido y se había dado de bruces contra algo duro y húmedo.
¿Dónde se encontraba en aquel momento?
- Estamos en las cavernas de Loan – escuchó una voz cerca de donde estaba.
Lena se sobresaltó y buscó a su alrededor, pero no consiguió distinguir nada en la oscuridad. Aún así, pudo sentir una presencia cerca de donde estaba sentada. Reconoció aquella voz. Era la misma voz profunda que la había asaltado antes de que la luz desapareciera.
Estiró la mano, queriendo tocar al desconocido. Sentía sus dedos temblar a causa de la incertidumbre, pero no se achantó. Podía sentir que fuera lo que fuera lo que le acababa de leerle la mente, podía alcanzarlo. Antes de que se pudiera preparar mentalmente, sus dedos chocaron con unos alargados dedos y se retiraron, amedrentada por el inesperado contacto.
- ¿Estás asustada? – preguntó aquella voz gutural.
- Un poco – consiguió susurrar Lena. Se sorprendió al comprobar que le temblaba la voz.
Lena reconoció lo que le pareció una exclamación burlesca proveniente del desconocido que se ocultaba en las sombras. Se sintió cada vez más tensa. ¿Qué se proponía aquella cosa? Ni siquiera estaba segura de que fuera humano. Antes de que la luz la hubiera envuelto, recordaba que Francisco le había dicho que la esperaría sin moverse al otro lado de la habitación de piedra. Estaba segura de que él no había cruzado con ella aquella extraña puerta. Era imposible que se tratase de él. Entonces, ¿quién era aquella presencia que la acompañaba?
Escuchó un chasquido. Lena giró rápidamente la cabeza a la fuente de aquel ruido.
Sintió que se le detenía el corazón.
Aquella extraña criatura había conjurado una pequeña bola de luz que ahora le permitía verlo con total claridad. El conjurador era un ser que ella jamás había visto. O al menos, ella no lo reconocía.
Apenas debía medir más de un metro. Posiblemente, si ella se pusiera de pie, no le llegaría ni a la altura del ombligo. Lo miró directamente a los ojos. Eran completamente blancos. Enormes. El contorno de sus ojos parecía perfilado con pintura negra. Tenía la piel rojiza. Unos pequeños cuernos le sobresalían a ambos lados de la cabeza. Una alargada nariz, igual que sus orejas puntiagudas, perforadas y adornadas con varios pendientes. Los brazos, tan largos como todo su cuerpo, le llegaban casi al suelo. Sostenía la esfera de luz en una mano. Lena reparó en sus uñas, un poco largas, de color negro. Se sorprendió al reconocer un elegante traje negro hecho a su medida, con una corbata roja perfectamente enlazada alrededor del cuello.
- ¿Qué eres tú? – masculló en un hilo de voz.
El extraño ser no se inmutó. Pestañeó tranquilamente varias veces y movió la mandíbula, pensativo. Sus ojos blancos no apartaron la mirada de Lena ni un segundo. Los abrió hasta que casi se le salieron de sus órbitas y finalmente mostró una enorme sonrisa. Lena se sintió abrumada por aquella enorme boca llena de afilados dientes, tan blancos como sus ojos. Aquel pequeño ser era inquietante.
- ¿Qué es lo que quieres de mí? – susurró Lena, viendo que no tenía intenciones de responderle.
- Quiero vigilarte, Salvaguardiana de la llave – comentó el extraño ser con su profunda voz. Lena frunció el ceño, no comprendiendo lo que acababa de decir. ¿Salvaguardiana? ¿Qué era eso? Ni siquiera reconocía aquella palabra… ¿Y de qué llave estaba hablando?
El pequeño monstruo no parecía interesado en su desconcierto. Jugueteó con la pequeña esfera de luz que levitaba sobre su mano.
- No te entiendo – le indicó Lena. El ser detuvo su juego y la observó a los ojos. Lena se asustó al comprobar que parecía molesto. A falta de cejas, sus ojos se habían entrecerrado un poco y la sonrisa se había transformado en una mueca apática. Del fondo de su garganta, soltó un gruñido que provocó a Lena un escalofrío.
- Los humanos nunca dejarán de ser tan ingenuos… – masculló, molesto –. Da igual que ellos sepan la respuesta, siempre hay que dárselo todo masticado y servido… Especie inútil…
Lena quiso defenderse, pero se abstuvo de abrir la boca. No creía conveniente enfadar a aquella criatura. Ni siquiera sabía qué clase de poderes tenía. Estaba segura de que aquella apariencia tan inquietante debía esconder algún truco horripilante, que nada tenía que ver con la maravillosa habilidad de crear luz de la nada. Ella misma, que era capaz de revitalizar la tierra yerma, era también capaz de destruirla con sólo desearlo.
- Tú eres Lena Amanda Horn Ludwig – dijo entonces aquella criatura. Lena se sobresaltó. No era una pregunta, sino una afirmación.
- ¿Cómo sabes mi nombre completo? – preguntó Lena, sorprendida. Eran pocas las personas que sabían de su segundo nombre. Era más aterrador que algo de lo que jamás había sabido supiera de su existencia.
El susodicho volvió a proferir un gruñido, aún más molesto que antes.
- Eres la Salvaguardiana de la llave – volvió a repetir con sequedad. Lena no se atrevió a preguntar, sabiendo que lo enfadaría aún más. Lo dejó proseguir. Sentía que no había acabado de hablar y no quería perder detalle de la información que pudiera proporcionarle –. Sólo tú estabas predestinada a encontrar la habitación de Maflet – dijo con aquella profunda voz, sin apartar los sus ojos blancos de los de Lena –. Sólo tú podías cruzar la puerta. Sólo tú podías despertar la luz de Herat.
Lena se sobresaltó. Recordó la habitación en la que había entrado sola. Francisco se había quedado fuera, al otro lado de la puerta. Le había dicho que sólo ella podía entrar. Lena no le insistió y optó por cruzar la puerta. Había sentido algo desagradable, un mal presentimiento, pero había entrado en aquella habitación, donde nada más cerrarse el portón la envolvió una extraña sensación.
- Sólo tú puedes salvar la inocencia de la humanidad – prosiguió el extraño ser.
- ¿Qué eres tú? – lo interrumpió Lena, embelesada por su desconcertante rostro, tan diferente de cualquier criatura a la que había visto. Ni siquiera se asemejaba a los Gandfilds, ni a los duendes, ni a los gnomos.
- Yo soy yo – respondió con indiferencia el susodicho –. No tengo nombre. Al despertar la luz de Herat, me despertaste a mí.
- ¿Eres un demonio? – insistió Lena.
A juzgar por cómo se veía aquella criatura sin nombre, era la conclusión más acertada. Tenía cuernos de diablo, nariz y orejas puntiagudas y unos dientes afilados. Aunque era pequeño, nada en él parecía benévolo.
- Sólo soy algo creado a partir de la luz de Herat – repitió el diablillo, comenzando a impacientarse.
¿Qué es la luz de Herat?, quiso preguntarle Lena, pero supuso que más que obtener una respuesta de aquel ser sin nombre, conseguiría molestarlo. Y no la animaba aquella idea.
- ¿Tomarás tu cargo como es tu deber, Lena Amanda Horn Ludwig? – preguntó el pequeño demonio recuperando la tranquilidad. A diferencia de él, Lena se sintió molesta al escucharlo nombrarla por su nombre completo una segunda vez.
- No sé qué es lo que quieres que haga – gruñó –. Sin información, no te responderé – se calló, sopesando cómo dirigirse a él –, cosa creada a partir de no-sé-qué…
El extraño ser la observó sin inmutarse. Movió su mano con cuidado. La luz siguió el movimiento. Lena entrecerró los ojos, viendo que se proponía acercarse a ella y cegarla. Le recordó a aquellas escenas donde los policías alumbraban al acusado con una brillante luz, intentando así intimidarlo.
- Sólo así conseguirás librarte de la maldición – escuchó decirle a la criatura.
Lena lo observó amedrentada. No sólo aquella cosa sabía su nombre, sino que conocía de su maldición. ¿Qué demonios era él?
- ¿Cómo sabes de mi maldición?
La criatura sonrió.
- Lo sé todo de ti, Lena Amanda Horn Ludwig. Sólo tú podías despertar la luz de Herat. La luz me creó a mí. Sólo yo puedo ayudarte.
Lena dudó. No comprendía a aquella criatura. Sentía que había algo peligroso en él. Pero al mismo tiempo, tenía la sensación de que debía confiar en él. Él sabía de ella, de alguna forma u otra. Estaba conectado a ella. Ella había entrado a aquella habitación, donde los espíritus la habían conducido, donde sólo ella podía entrar. Maflet, la había llamado. Había oído aquel nombre. Lo había oído susurrar mientras caminaba por aquel laberinto junto con Francisco. Y ella había creado aquella luz. Cuando la puerta se cerró, tanteó la habitación. Allí sólo había un piano, un sillón, una mesa, un libro abierto y un candelabro. Apenas había luz. Se había acercado al libro y tocó las hojas. No fue capaz de leerlo, ya que no entendía la lengua en la que estaba escrita. Entonces, cuando tocó el candelabro, éste se prendió sólo. Ella lo prendió, creando aquella luz cegadora que iluminó toda la habitación.
Según esa criatura, al crear esa luz – la supuesta luz de Herat – lo había creado a él. Ella había creado aquel ser tan extraño e inquietante, que le daba mala espina. Pero que aún y todo, tenía algo que la hacía sentirse en paz. Curiosa criatura…
- ¿Cómo tengo que llamarte? – le preguntó Lena.
- No tengo nombre – comentó el susodicho –. La luz de Herat me creó. No soy nada y lo soy todo.
- Eres molesto… – gruñó Lena –. Necesito llamarte de alguna forma…
El pequeño demonio no se inmutó. Lena se sintió más irritada. Ahora dudaba de si sería una mala criatura. Más bien, parecía algo creado para fastidiarla.
Se levantó, queriendo apartar la mirada de él. No conseguiría nada de él, eso lo había entendido. A no ser que le dijera lo que él quería oír, no obtendría respuestas. Y ella no estaba dispuesta a aceptar algo que no entendía.
Observó a su alrededor. Ciertamente, estaba en una cueva. No había rastro de la habitación con el piano. Ninguna puerta. ¿Cómo había llegado allí?
- Estamos en las cavernas de Loan – respondió el diablillo, leyendo su mente. Lena se irritó.
- Eso me lo has dicho antes – bufó –, pero no me has aclarado muchas cosas diciéndome eso…
- Estamos en un pasaje del libro de Herat.
- ¿El libro de Herat…? – repitió Lena, dándose la vuelta y reparando en el demonio. ¿Acaso ahora todo le pertenecía al tal Herat? De cualquier forma, ¿estaba dentro de un libro?
- Ellos te condujeron a la habitación de Maflet. Debías entrar en el libro para aprender lo que debes hacer.
Lena frunció el ceño. Aquella criatura incluso sabía de la existencia de “ellos”. Ciertamente, había seguido las indicaciones de los espíritus y la habían conducido a aquella habitación. Pero nadie le había hablado de un libro, y mucho menos le habían dicho que se metería dentro de uno.
- ¿Qué tengo que hacer ahora? – inquirió.
- Buscar respuestas – respondió la criatura, indiferente.
- ¿Y cómo las encuentro?
- La respuesta sólo la tienes tú.
Lena comprendió que no conseguiría nada de él.
- Entonces, ¿cómo te llamo? – insistió Lena, importunada.
- No tengo nombre – volvió a decir la criatura. Lena profirió una exclamación importunada.
- De alguna forma tendré que llamarte…
La criatura se encogió de hombros.
Lena se sintió aún más irritada. Dio una patada al suelo y le dio la espalda.
- De acuerdo, cosa-creada-por-la-luz-de-Herat – gruñó –, no sé lo que eres, y por ahora no me importa. Pero ya que tú tienes luz, alúmbrame el camino, que quiero salir de aquí.
A diferencia de lo que había pensado, el pequeño demonio no se negó a su orden. Pasó por su lado, con la mano que llevaba la luz prendida delante, y se colocó frente a ella. Después levantó la cabeza, observándola directamente a los ojos. Lena se sintió cautivada por aquellos enormes ojos blancos. Ya no le parecía tan terrorífico. Al contrario, viéndolo tan pequeño como era, le parecía encantador. Un pequeño demonio a sus órdenes.
- ¿Me servirás? – le preguntó a la criatura.
- Tú creaste la luz – respondió con solemnidad la criatura –. La luz me creó a mí. Yo te vigilo.
- De acuerdo, extraño ser. Vigílame o haz lo que quieras, pero ahora ilumíname el camino.
El pequeño demonio miró al frente y comenzó a caminar. Lena lo siguió de cerca, evaluándolo con curiosidad. Se llevó una sorpresa al no reconocer ninguna cola saliéndole por detrás del traje negro. Aquello desbarató su idea de que fuera un demonio, al menos, no se asemejaba completamente a la imagen que tenía en mente. Tampoco parecía tan malo como pensaba.
No estaba segura de si debía confiar en algo tan misterioso, pero sentía que podía depender de él. Total, nada en su vida era normal. Estaba maldita. Su maldición la había llevado a ver espíritus. Nadie creía en ella. La tomaban por loca. La habían encarcelado por estar loca. Comparado con otras cosas de su vida, aquella criatura no era lo más extravagante, así que, ¿por qué no dejarse llevar por él?
- Voy a ponerte un nombre, cosa, porque necesito llamarte de alguna forma – le informó Lena.
- No tengo nombre – repitió la criatura.
- Pues a partir de ahora sí. No sé lo que es esa luz de la que me has hablado, pero si eres su creación, no veo porqué no llamarte igual. Te llamaré Herat.
Herat levantó la cabeza y la miró a los ojos. Lena le devolvió la mirada, creyendo que estaría emocionado por que le hubiera dado un nombre. Sin embargo, la sonrisa con la que la correspondió, la aterró.
En aquel momento, se escuchó un grito proveniente del fondo de la caverna. Parecían los chillidos de un niño en apuros. Una voz que Lena conocía. Quiso girar la cabeza para ver de dónde provenía aquella voz conocida que debía estar en apuros. Sin embargo, Lena no pudo apartar la mirada de aquellos enormes ojos de la criatura que la sonreía con aquella maquiavélica y enigmática mueca en su boca. Todo el cuerpo de Lena se sacudió del miedo y entonces, la esfera de luz que Herat llevaba en su mano se apagó.
Una vez más, Lena se vio sumida en la profunda oscuridad, acompañada de aquella extraña criatura, creada de la luz que ella había prendido, pero que no guardaba nada de benévolo.