jueves, 31 de mayo de 2012

Dulce y escalofriante Quimera


¿Puede existir tanto una bondad pura y delicada, y la crueldad más vil dentro de una misma persona?

El ser humano, con tantas caras que esconde, demuestra que es posible. Es la sensación más escalofriante y curiosa que puedas encontrar, ver que tanto la brillantez de la luz y la emoción de la oscuridad conviven dentro de ti.

El problema, sin embargo, radica en saber cómo mantener ambos polos en sincronía. Si lo consigues, serás la persona más afortunada del mundo, experimentando la emoción de los colores vivos de la alegría y sintiendo las emociones maquiavélicas de la dominación y de la soberbia.

Esa quimera, aunque escalofriante, resulta horriblemente hermosa y fascinante. Y existe, dentro de todos nosotros, por mucho que queramos negarlo. Al menos, habría que tener cordura y poder admitir esa existencia y no luchar en contra de nuestra propia naturaleza humana.

lunes, 28 de mayo de 2012

Haz lo que quieras, pero acepta tu responsabilidad

Despotrica, grita, insulta, golpea, chilla, estalla...
Quédate a gusto contigo mismo.

Habla mal de lo que te salga de tus adentros,
critica a quien te haga daño,
ignora a los que no te interesan.

Sólo tú eres responsable de tu vida
y hacer lo que quieras está en tu mano,
y lo sabes,
no necesitas que nadie te lo recuerde.

Curiosamente, siempre preguntas por qué tiene que importarte tal,
por qué debes sentirte mal por cual,
por qué no puedes hacer lo que te venga en gana...
En resumen: las mismas historias de un chiquillo que no es coherente con lo que quiere...

Lo que te decía antes:
Despotrica, grita, insulta, golpea, chilla, estalla...
Quédate a gusto contigo mismo.
Haz lo que te de la gana.
Pero después, cuando vuelvas en ti,
sé consciente que cada acto tiene un precio.
Antes de lanzarte a lo loco a hacer lo que te salga de la minga,
ten en cuenta de que todas tus locuras tienen una compensación,
y no siempre es buena.

Así que, mi último consejo:
piensa en lo que quieres hacer o conseguir
y reacciona en consecuencia.



viernes, 25 de mayo de 2012

Pelea de amantes

- Déjame marchar - le exigí con la poca firmeza que me quedaba.
- ¿Por qué? - preguntó ella con esa voz sensual que sólo yo podía escuchar -, con lo a gusto que estás conmigo...
- El deber me llama - le insistí, intentando separarme de su suave abrazo.
- Si no tienes nada que hacer - farfulló ella, acertando de lleno en mi punto débil.


Así es cómo ganó la cama.



jueves, 24 de mayo de 2012

De tanto rebosar, al final, el vaso queda vacío


Cuando abres tu corazón al amor, lo haces dispuesto a colmarlo de calidez. Sin embargo, permitir sentir es una opción igualmente arriesgada. Tanto sentimientos buenos como malos pueden colmar el vaso. Cuando te dejas llevar por ese remolino, al final te zambulles de lleno y la inmensidad te atrapa.

El lado malo es que, una vez te has dejado engullir por esa maraña de sentimientos, aunque una vez fueron buenos, fácilmente pueden contaminarse por la tristeza. Y cuando está tan lleno, el corazón se sobrecarga y su contenido se vierte. Todo el cariño y la rabia se escapan por doquier, hasta que al final, te quedas completamente vacío.

Lo malo de tener un gran corazón es que te cargas con todo lo que te rodea, ya sea bueno o malo, sea la esperanza u odio. Y cuando ya no aguantas más, todo ello te abandona, convirtiéndote en una mera concha vacía.

martes, 22 de mayo de 2012

Él. Un corazón templado


Se paró frente a mí y levantó la cabeza, encarándome con aquel gesto que tantas veces había visto: una preciosa muchacha con ganas de pelea, como un hermoso animal salvaje que se enfrente a un contrincante, queriendo defenderse. Yo la observé, completamente sorprendido por que actuase de tal manear, cuando no habíamos tocado ningún tema conflictivo. Al menos, que yo supiera…
-     Mírame. ¿Qué es lo que ves? – me preguntó con voz segura. La cuestión, como era de esperar, me tomó desprevenido. ¿Que qué era lo que veía? Indudablemente a ella, un pequeña guerrera que intentaba derribarme sin que yo supiera el porqué. Pero no le respondí tal estupidez, porque pensé que el tema parecía demasiado serio como para soltar una broma tan mala. Titubeé. En mi silencio, sentí que mi corazón se achicaba y me puse nervioso. Algo en su rostro templado también pareció dudar.
-     ¿Cómo que qué veo? – musité, no sabiendo qué responder.

Ella lanzó un suspiro. Me dio a entender que no le sorprendía mi desconcierto. Me sentí burlado, porque ella era realmente avispada y se adelantaba tanto a los acontecimientos que pocas veces me dejaba disfrutar de mis victorias cuando discutíamos. A veces me frustraba lo astuta que podía llegar a ser, porque me sentía inferior, pero con el tiempo descubrí que esa habilidad suya me fascinaba, porque no lo hacía con malicia. Muchas veces, incluso me ayudaba a pensar más rápido y profundizaba en mis argumentos. Tenía la espléndida habilidad de hacerme plantearme cosas y filosofar, lo que he de admitir que me ha llegado a gustar. Consigues ver las cosas desde diferentes puntos de vista. Ves el mundo con nuevos matices, nuevos colores y te encuentras con una realidad más viva, donde nada en bueno o malo, blanco o negro… Esa chica que tenía delante me zambulló en la inmensidad del planeta y me enseñó a disfrutarlo con curiosidad.

Con esa nueva habilidad perfeccionada gracias a ella, llegué a descubrir que había muchas cosas en ella que escondía y llegué a palparla como nunca había hecho con nadie, hasta descubrir quién era en realidad. Avisté con buen ojo de águila cazadora que su tosquedad e indiferencia no eran más que una pose que escondía un corazón tierno y asustadizo. Cuando me hablaba del mundo, veía cómo miraba con adoración a los niños del parque, cómo sonreía con tristeza al ver a algún animalillo perdido por la calle, cómo respiraba intensamente disfrutando de la brisa del mar… Detalles insignificantes camuflados por una actitud aplastante, pero que no conseguía escapárseme.

Volvió a suspirar, viendo que no le daba una respuesta. La noté tensarse y volvió a encararme con la cabeza bien alta, como retándome. No se me pasó por alto su tono rudo, que tantas veces había empleado para alejarse de mí:
-     ¿Por qué estás tan contento cuando no somos nada? – dijo con voz alta, serena.

Entrecerré los ojos, sorprendido por la pregunta tan cortante y tan directa. He de admitir que sentí esa pregunta traspasarme el pecho y ejerció una dolorosa presión en mi esternón. Debí de hacer algo con mi cara que la puso nerviosa, porque optó por una actitud aún más a la defensiva. No tuve más remedio que suavizar la tensión que se había formado, temeroso de que se me pusiera a llorar en cualquier momento.
-     ¿Estás enfadada porque estoy contento de estar contigo? – le pregunté, ignorando su cuestión previa. Reparé en su mano derecha, que la apretó con fuerza. Me asusté, temiendo que se le cruzaran los cables y decidiera darme un puñetazo. Sé que ella es capaz de hacerlo y no es broma… Así que decidí abordarla con otra cuestión antes de que optara por lo que yo me temía: –. ¿A qué viene esa pregunta? ¿No estabas contenta tú también conmigo?

En ese momento, la vi titubear. Indudablemente, mis últimas palabras penetraron en ella como lo había hecho su pregunta en mí. No sé si la hirió tanto como para traspasar su pecho como lo había conseguido ella conmigo, pero al menos había conseguido desestabilizarla, como ella siempre solía hacerme.

Permanecí inmóvil, observando cómo le cambiaba el rostro. Sentí un repentino vacío en el fondo de mi estómago, asustado de que hubiera cometido un grave error que pudiera pasarme factura. Y temí por lo que mi espontaneidad podría causar. Tragué saliva como pude, olvidando casi por completo cómo se hacía, porque mi lengua apenas se movió de su sitio, como si se me hubiera quedado petrificada bajo aquella mirada que pretendía ser ruda, pero que en el fondo me daba la impresión de que quería echarse a llorar.

Por primera vez, me fié de una chica y creía fervientemente que no estaba equivocado. Ni siquiera recuerdo ni cómo empezó todo. Simplemente, cuando me quise dar cuenta, ya era una amiga a quien le contaba mis vivencias diarias y a quien tomaba el pelo por diversión. Ni siquiera me había planteado interpretar aquellos indescifrables gestos tan contradictorios. Agradable en un momento, distante y tosca en apenas unos segundos. Pero de alguna forma, en vez de sentirme herido por esos drásticos cambios en su personalidad, me sentí más cautivado porque, a diferencia de todas las demás chicas a quienes pude desenmascarar su falsedad, ella no seguía las mismas pautas en su conducta. Ella era indiferente en sus charlas sin sentido, no le importaba lo que yo pensaba, ni se limitaba a imitar lo que yo decía o quería. Así fue cómo me dejé arrastrar por su compañía, estimulante por la inteligencia y la confianza que demostraba en sus ideales, y a veces frustrante por cómo me debatía cuando no estaba conforme con lo que yo opinaba. Alguien con ideas fijas, alguien con cabeza, segura de lo que era, de quién era, y que no vacilaba en defenderse con todas sus armas cuando se sentía indefensa. Sí, me di cuenta cuando comencé a prestarle más atención a sus gestos, a sus ojos y a sus manos que me contaban más de ella de lo que me dejaba entrever, escudada con aquella bien formada armadura que la protegía de algo que yo no comprendía. Y eso fue lo que me cautivó en ella.

En algún punto en aquellas tardes interminables de conversaciones sin sentido, entre broma y broma, queja molesta y crítica inocente, llegué a fijarme en cómo adoraba lo que veía en la vida, en cómo apreciaba a su familia, en cómo adoraba su trabajo, en cómo disfrutaba de las maravillas del mundo, por mucho que lo tapara todo tras una capa de cinismo. Y en algún momento, me dejé atrapar por algo que jamás había sentido. Una corriente de aire, intensa, que marea en cuanto te dejas llevar, y que te arrastra por parajes incomprensibles. La veía tan de lejos, cada vez que creía alcanzarla se alejaba más y al final me puse a pensar si aquella especie de remolino que me empujaba conseguiría arrastrarme hacia ella o si finalmente me abandonaría en mi trayecto y haría que me estampara contra el suelo antes de que consiguiera descubrir qué significaba todo aquello.

Tan acostumbrado como estaba a verla de lejos, aun teniéndola tan cerca, me sentí abrumado cuando la vi allí quieta, con aquel gesto asustado y a la vez atento a cualquiera de mis gestos, como si quisiera lanzárseme a la yugular como un perro atemorizado que se pone en guardia. Por primera vez, me di cuenta de que la tenía justo delante de mí, consciente de que la veía, de que no le lanzaba miradas furtivas para descubrir qué pensaba en realidad. No, esta vez estaba ahí, frente a mí, intentando hacerse la fuerte con aquella expresión vacía, fría, pero que no conseguía llegar a sus ojos, aquellos ojos que denotaban su miedo.

Fruncí el ceño, queriendo asegurarme de que detrás de aquella fachada realmente lo que se escondía era miedo. Curiosamente, ella pareció descifrar lo que estaba pensando, comprendiendo que había algo que no encajaba con lo que me estaba mostrando y lo que me escondía en realidad. La noté tensarse. Ahogué una carcajada. Comprendí que se preparaba para lanzarse en mi contra, como ese perro asustado que se había dibujado en mi imaginación. Sabía perfectamente en qué estaba pensando. Era tan obvia que me hizo gracia. Pero no con malas intenciones. Sino porque me pareció muy tierna. Ciertamente, ella tenía miedo a que la hiriera con lo que fuera a decirle. Cuán idiota, pensé.
-     ¿Por qué dices que no somos nada? – le pregunté con tranquilidad. Me pareció extraño incluso para mí estar tan tranquilo, cuando en realidad me sentía invadido por la vergüenza. Pero en aquel momento, aquello no importaba. Sólo quería que ella se serenase y que por primera vez, confiara en mí. –. ¿Acaso no somos amigos? – agregué.

Mi pregunta la dejó petrificada. Parpadeé varias veces, viendo cómo la tensión de su cuerpo desaparecía poco a poco y su expresión vacía se transformaba en sorpresa. Frunció el ceño y abrió la boca tontamente. De repente, la tensión y la vergüenza que sentía desaparecieron y sonreí divertido por la cara de idiota que acababa de poner.

¿Cuántas veces me había fulminado con una mirada furiosa? ¿Cuántas veces la había admirado por el temple que mostraba, por su astucia, por su capacidad de rebatirme en todo lo que le argumentaba, por cómo se mostraba compuesta cuando intentaba picarla? Cuando conseguía sacarle una carcajada sincera, me sentía emocionado por su inocente risa, tan única como ella misma. Pero sobre todo, me invadía un tierno sentimiento de cariño cada vez que la observaba por el rabillo del ojo, siempre mirando a la lejanía, olvidándose completamente de mí, sonriendo tiernamente por algo que yo no conseguía ver. Cada vez que veía aquella hermosa sonrisa que no había sido dibujada por mí, me sentía débil e indefenso, como ella en aquel preciso momento… Me sentía idiota por pensarlo y por callármelo como un cobarde.

Siempre quise haberle dicho lo que pensaba en realidad, decirle que la había descubierto por mucho que ella intentara esconderse de mí…

Levanté la mirada y me concentré en ella. Tenía los ojos cerrados y volvía a estar tensa. Cogí aire y sentí que no podía respirar. Había algo en medio de mis costillas que me lo impedía. Algo fuerte, doloroso, pero a la vez tierno, que me daban ganas de querer echarme a reír y a la vez llorar de lo intenso que era.

Sin apenas aire, conseguí abrir la boca y preguntarle una vez más:
-     ¿Crees que no me he dado cuenta de cómo eres realmente?

Mis palabras consiguieron llegar a ella, aun habiéndolas dicho tan bajo como pude. Abrió los ojos de par en par y levantó la mirada, concentrándose por primera vez en mí como era debido. «Por fin», pensé, «me prestas la debita atención».

Sentí que me temblaba el cuerpo, a esperas de lo que pudiera preguntarme. Como si aquella pregunta lanzada en aquel susurro que se había escapado de mí fuera una granada. Y esperaba su explosión completamente aterrado por lo que causaría. Pero ya no podía echarme atrás, una vez dado el paso. Porque finalmente, la tenía delante de mí, concentrada en mí, y quería que ella viese lo que sentía.
-    ¿Qué dices…? – la escuché musitar, con una voz aún más débil que la mía. Me llevé una pequeña sorpresa, y entonces comprendí algo. Ella estaba mucho más asustada que yo.

No pude aguantar más ese intenso cariño que sentía por aquella idiota que se creía que podía esconderse de mi vista infalible. No podía soportar más verla allí plantada, delante de mí, temblando por ese extraño miedo que sentía por que la hubiera expuesto en contra de su voluntad. Y finalmente, enternecido, sonreí mientras le confesaba lo siguiente:
-     Inconscientemente, en tu indiferencia, me has mostrado quién eres. Eres terca, descarada, idiota y una borde… pero también eres atenta, escuchas y comprendes. Por mucho que intentes disimularlo con tu impasibilidad, eres una persona dulce y aunque te muestras como alguien desconsiderado a quien sólo le importa su propia persona, tienes un gran corazón.

Fue extraño. Ni siquiera pensé esas palabras. Simplemente, se las dije tal y como me vinieron a la cabeza. Eran lo que sentía, lo que había descubierto, y lo que sabía realmente de ella.
Y de alguna manera, conseguí alcanzarla.

Envuelto en aquel remolino, sentí que por fin cambiaba de dirección y me arrastraba en la dirección correcta. En aquel lío de corrientes, la vi planear a varios metros de donde yo estaba. Titubeaba. Como una niña asustada. Tenía miedo a despeñarse y destrozarse por completo. No necesitaba que me lo dijera en voz alta, porque conseguía adivinar lo que se le pasaba por la cabeza.

La vi agachar la cabeza, cerrar los ojos y taparse la cara con las dos manos, temerosa de que la viera llorar.

Yo, que había querido alcanzarla e ir contra corriente, me sentí satisfecho cuando comprendí que el control del viento estaba en mis manos y que podía modificarlo a mi voluntad. Y así lo hice. Me dejé arrastrar por la corriente, hasta que por fin pude agarrarla de la mano.

Bueno, en realidad, en mi torpeza, simplemente le coloqué la mano en la cabeza. La acaricié con cariño, esperando que aquel gesto consiguiera tranquilizar su llanto. Aunque no disminuyó, al menos me aseguré de que no huiría de mí. Armado de valor, me acerqué más a ella y la rodeé con mi otro brazo, acariciándole la espalda. La vi separar sus manos de su cara y me miró, desconcertada por lo que hacía. Sonreí tímidamente, dudando de si aquel gesto era reconfortante o estúpido, pero me dio igual. Me atreví a dar un paso más y la rodeé por completo, envolviéndola en mi abrazo.

-     No tengas miedo – le susurré junto a su oído –. Sé quién eres. Y me gusta.

Sólo entonces, la sentí bajar la guardia. Apoyó su cabeza en mi hombro y correspondió a mi abrazo. Aquel simple gesto me tranquilizó, porque comprendí que ya no huiría más de mí. Esbocé una sonrisa, emocionado y la estreché más entre mis brazos.

En ese momento, lo único que pensé fue cuán feliz estaría si ella se atreviese a ser sincera por una vez y me dijera en voz alta lo que sabía que pensaba. Porque yo no huiría de ella. Es más, estaba dispuesto a tomar su corazón entre mis manos y protegerla como es debido. Porque ella vale mucho. Porque ella es especial. Porque de ella es de quien me había enamorado. 


viernes, 18 de mayo de 2012

En mi pequeño refugio


El final está al llegar... Pronto el manto de oscuridad que inunda la ciudad llegará hasta donde estoy ahora... Temo qué estaré haciendo cuando esto ocurra.

La gente corre a mi alrededor, intentando salvar sus vidas, pero saben, al igual que yo, que no lo conseguirán. Ya es demasiado tarde para dar media vuelta. Ya no podemos volver atrás.
Culpan, al igual que yo, al ser despiadado llamado gobernador por meternos en sus estúpidos juegos sin consultarnos siquiera. Él nunca conocerá el infierno en el que vivimos, nunca sabrá cómo se siente cuando sabes que vas a morir por la explosión de una bomba o por las balas de un fusil

No, es inútil escapar. Muchos lo hicieron hace dos días, nos intentaron convencer para dejar nuestro pueblo antes de que fuera destruido como muchos otros, pero muchos de nosotros sabíamos que nada nos quedaría fuera de nuestro hogar, donde crecimos con nuestras madres, hermanos, hermanas y abuelos.
Siento que mi compañero me llama, dice que me ponga en guardia. Ya vienen. Ahora observo una foto de mi familia. El viejo abuelo, mi joven madre y mi querida hermana. Yo no aparezco, yo sacaba la foto. Es una pena pensar que la foto será así de ahora en adelante, sin mí. Beso la pequeña fotografía y me la guardo en el bolsillo del pecho. Hurgo entre los escombros de mi alrededor intentando encontrar lo único que me puede ayudar a vivir. Por fin lo encuentro y lo cojo entre mis manos. Apenas es más grande que yo, pero lo sujeto con fuerza.
Ahora dejo mis pensamientos a un lado, veo cómo miles de balas alcanzan a mis compañeros, que se tambalean en el suelo, sabiendo que les llega el fin. Tengo miedo. Sé que el final de mi corta vida va a llegar en cuestión de segundos. Los disparos son más audibles cada vez, pero yo no veo a quien dispara.

En mi pequeño refugio tiemblo de miedo, esperando mi hora. ¡Plaf! Caigo al suelo sin inmutarme, algo me ha dado en la espalda.
En mi pequeño refugio, tiemblo de miedo. Tengo diez años, fusil en mano y bala incrustada en mi cuerpo, que empieza a desangrar.
En mi pequeño refugio, tiemblo. No es de miedo, es que mi hora ya ha llegado y no puedo respirar.
En mi pequeño refugio, lloro. Boca abajo en el suelo, entre escombros, noto que llegó la hora de partir, junto con mis otros amigos que, como yo, fueron reclutados para salvar una pequeña ciudad de una gran guerra.
En mi pequeño refugio, yazgo muerto.

jueves, 17 de mayo de 2012

La Inmortal (Anónimo)

El 21 de Junio de 1851, Adolf Anderssen, después de dudar unos instantes entre las dos opciones que se le presentaban, eligió, para desgracia de la humanidad, la más expeditiva y ejecutó la jugada que llevaba al caballo de dama a la casilla D5, instalándolo como una cuña en el campo enemigo, con la suficiencia de un dios. La decisión implicaba el sacrificio de las dos torres y constituía el inicio, la justificación podría decirse, de un ataque demoledor que pasaría a la historia del ajedrez como la combinación más brillante y violenta de todos los tiempos.

Las negras, acosadas, capturaros las torres enemigas, pero su rey recibió jaque mate seis jugadas después. Casi ciento cincuenta y dos años más tarde, cuando el coronel aliado mandó a su escuadrón de caballería contra la ciudad de Bagdad, insertándolo como una cuña en la posición enemiga, tuvo la sensación de haber vivido ese momento con anterioridad. Sólo cuando miró hacia atrás en el tiempo y evocó el inexplicable atentado contra las torres gemelas de Nueva York, empezó a comprender.

La sospecha de que aquella agresión no era sino un sacrificio premeditado adquirió fuerza en su mente. Él mismo, el batallón que mandaba, los niños, los civiles muertos, todas las víctimas que caían en medio de la guerra, debían significar para el invisible jugador que les gobernaba lo mismo que las torres y el caballo para aquel ajedrecista que cómodamente instalado en su sillón los sacrificó para obtener un ataque ganador, iniciando la reacción en cadena, cuyas consecuencias ahora sacudían el mundo. Conociendo el final de aquella partida y adivinando los verdaderos objetivos de la lucha, quiso retroceder, pero tropezó con la principal regla del juego: pieza tocada, pieza jugada. 




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Nota: este relato no me pertenece. Desconozco el nombre de su autor original, ya que llegó a mis manos en una clase de Taller de Narrativa en el colegio. Las palabras captaron mi atención y lo guardé con interés, esperando algún día compartir la rabia que guardan sus palabras. 

martes, 15 de mayo de 2012

Negativismo (1)

“ El camino de la vida es muy difícil y duro; hasta encontrar la luz. 
Lo es más si te pierdes por el camino.”

lunes, 14 de mayo de 2012

Microrelato: La vida cambia en cuanto te distraes

Abres los ojos. Todo va bien.
Te concentras por un segundo en mirar algo que llama tu atención.
Te vuelves. Todo ha cambiado: está destruido.

viernes, 11 de mayo de 2012

El tiempo te come sin que avances nada


Tic-tac, tic-tac. El reloj reclama.
Tic-tac, tic-tac. El tiempo pasa.

Pasan los días,
avanza tu vida,
pero pobre joven,
tú la ves pasar sin saborearla,
amargado porque el tiempo se te escapa sin nada de provecho.

Cansado estás de las horas vacías,
buscando y buscando sin ton ni son
algo que te entretenga el avanzar de ese dichoso tic-tac.

Tic-tac, tic-tac.
Echas de menos las horas de estar encerrado en un aula,
esperando tu hora.
Tic-tan, tic-tac.
También el reloj del curro que te daba sentido para
sentirte orgulloso de ser independiente.

Pero el tiempo se agota y tus esperanzas merman
y te sobrecoge ese sentimiento de impotencia,
porque por mucho que busques y busques
no alcanzas nada
y el tic-tac del reloj avanza
sin que tú puedas sacar provecho de los minutos que se agotan de tu vida.

Maldices el mundo por lo mal que va,
pero entonces te sientes derrumbado una vez más
porque no hay nada en tus manos,
ni siquiera tu propia vida.

Sólo los que tienen una vida resuelta
pueden decidir lo que hacer contigo.
Sólo eres un muñeco terminado,
esperando en su balda a que los titiriteros decidan utilizarlo.

Simplemente, quieres recuperar el orgullo de
ser capaz de valerte por ti mismo y trabajar.
¿Por qué es tan jodidamente difícil tal cosa?, te preguntas cada día,
viendo que el año va perdiendo días en su calendario.

Y derrotado, un día más te dejas engullir por el tic-tac del reloj
y permaneces tumbado,
vacío,
desesperanzado,
porque no ves luz en esa miseria de situación a la que te ha llevado un país en ruina.

Tic-tac, tic-tac. El tiempo pasa.
Tic-tac, tic-tac. El reloj reclama.
Reclama los segundos de tu vida que jamás recuperarás. 




jueves, 10 de mayo de 2012

Esas pequeñas y estúpidas cosas que se quedaron en el olvido



Asomado al balcón, observo a las diminutas criaturas que pasan por el mundo, inconscientes de que los vigilo. Mi mirada pasa de abuelas tirando de los carritos que se dirigen al supermercado a madres de casa que pasean animadamente con sus amigas, en dirección a algún lugar que desconozco.

Sin embargo, mi atención se concentra en un ser aún más pequeño que todos ellos. Me parece raro, porque a esas horas de la mañana, una niña debería estar en el colegio, estudiando la raíz cuadrada de a saber qué número, o tal vez las comunidades que constituyen este país. A saber. Hace tanto tiempo que terminé el colegio que desconozco qué es lo que aprende hoy día la generación que tomará mi lugar dentro de una década.

Pero sí, esa niña llama mi atención de una forma curiosa. Bueno, no es ella, sino lo que hace. Anda con los brazos extendidos, andando cuidadosamente por una pasarela de cuadrados rojos, concentrada en no caer al mar blanco. La imagen me recuerda un poco a la película “El Mago de Oz”, donde Dorothy sigue el camino marcado por baldosas amarillas. También me viene a la mente la pasarela del barco de Peter Pan, en la que los piratas obligaban a los niños a pasar para que su trayecto acabaran en el agua. Parece que para esa niña, igual que los personajes de la película de dibujos, es importante no perder el equilibrio y zambullirse en ese mar que sería su perdición.


El absurdo de la escena que tengo delante me hace reír. Pero no es más que sólo un instante. Otra cosa se apodera de mí. La envidia. Sí, envidia. Envidia por la facilidad que tiene para que ese insignificante juego la haga pasar un buen rato. Envidia porque ella es capaz de hacer tal estupidez, sin sentir el ridículo, y porque así, ella es feliz. Envidio esa inocencia con la que disfruta de las pequeñas tonterías de la vida, mientras que yo deambulo en un inestable camino lleno de problemas y comedores de cabeza, donde las tonterías son las que te sacuden y te lanzan de lleno a una batalla campal.

Algo parece sobresaltar a la pequeña, porque detiene su paseo por las baldosas rojas. A cinco pisos de altura, intento buscar el origen de su atención. Descubro a una mujer, seguramente su madre, aguardándola impacientemente. Desde donde estoy no la escucho, pero estoy seguro de que la está reprendiendo por entretenerse jugando como una tonta. Siento pena por ella, pero entonces descubro una sonrisa dibujada en el rostro  de aquella cría y me paralizo. Aún siendo reprendida, aquello no parece molestarla. Simplemente se disculpa y el tema queda zanjado. Sólo es una disputa sin sentido, que puede corregir siguiendo las instrucciones de su madre.

Siento admiración por lo que acabo de ver. Y una vez más, envidia. Envidia porque a diferencia de la niña que no le ha dado importancia a ese toque de atención de su madre, yo no puedo vivir con esa indiferencia. Cualquier cuestión importante cae sobre mí como un yunque de tonelada y media. Tengo que andar con pies de plomo, fijándome en cómo actúo, en cómo hablo, en cómo reacciono frente a las personas que me rodean… Es un juego peligroso, donde el desenlace más posible es la derrota. En mi mundo, hacer algo mal conlleva un castigo. En el mundo de esa niña, sin embargo, toda preocupación puede ser disipada con una sincera disculpa y un gesto amistoso.

Envidio su capacidad de animarse por las más pequeñas tonterías y poder deshacerse del miedo del enfado de los demás. Y siento pena, porque una vez yo tuve esa capacidad de sentirme feliz con las cosas más pequeñas del universo y con el paso de los años la he perdido.

Miro al cielo y me pregunto si esa niña algún día estará en mi situación. Aunque la cuestión en sí no es que me importe una miseria. Pero la uso para ocultar el pesar que siento en el fondo de mi ser. Como siempre, tapando agujeros sentimentales con cosas triviales, enmascarando esa pena que arrastro con dificultad. Me escudo en una cosa: quiero que esas pequeñas cosas que me hicieron sonreír por un instante me ayuden a sellar eso que me consume. Será como una pastilla contra el dolor. Tal vez no sirva para hacerlo desaparecer, pero por un instante, disminuirá el efecto dañino, me dejará tonto y soñaré con el País de las Maravillas de Alicia, hasta que descubra que todo ha sido un lapsus mental.

Al menos, aunque sea por un instante, quiero ser cómo esa niña inocente, a quien todo le da igual. Las preocupaciones sólo son tonterías. Nada grande. Cosas que pasan y que se olvidan.

Eso me lo digo a mí mismo, pero no hay idiota que se lo trague. Pero bueno, haremos como que no lo pienso y sonreiré como un idiota, intentando creer en lo que acaba de pasárseme por la cabeza. Hasta que el optimismo pierda la batalla. Pero eso es asunto del futuro. Ahora mismo, no me interesa.

lunes, 7 de mayo de 2012

Umeen edertasuna: Xalotasuna eta axolagabetasuna


Arratsaldero bezala, Txomin parkera eraman zuen amak. Arratsaldero bezala, Txominek bere pilota eraman zuen, beste haurrekin jolasteko. Ailegatu orduko, Txominek bere pilota maitea lurrean utzi eta tokeak egiten hasi zen. Ama, bitartean, bere betiko lekuan esertzen zen, egunero egoten zen emakume taldearekin, beren txutxu-mutxuak kontatzen.

Nahiz eta parkean dozenaka haur egon beren jostailuekin eta kolunpioetan jolasten, Txominek berak bakarrik jolastea zuen gogoko, bere pilota maitearekin. Izan ere, beldur zuen haurretako batek bere pilotari behar baino indar handiagoz jo eta hautsi edo urrutira bidaliko zuen. Berak kontuz eta lasaitasunez jotzen zion, bere lagunik onena izango balitz bezala.

Baina jolasten zebiltzan horretan, nahi baino indar handiagoz jo zuen pilota, urrutira bidaliz. Lasterka, pilotaren atzetik irten zen. Ama algaraka zebilen hizketan lagunekin, bere semeaz ahazturik, konturatu barik urruntzen zihoala.

Azkenean, haurra pilota zegoen tokira ailegatu zen, eskailera batzuetatik gertu. Eskerrak ez zen erori! Pilota hartzera zihoan, parkeko ume batek arreta deitu zionean, beraien pilota botatzeko. Eskaera jarraituz, bere pilota lurrean utzi eta handik gertu zegoen beste bat hartu zuen, eta mutikoari pasa. Orduan bueltatu zen, bere pilota hartzeko, baina hura jada ez zegoen. Eskaileretatik erortzen hasi zen, behean zegoen zulo antzeko batera eroriz. Txomin hara hurbildu zen, pilotaz kezkaturik. Behera jaisten zen bitartean, neska baten ahotsa entzun zuen, negarrez zegoela zirudien. Txominek, hala ere, ez zion arreta handirik ipini, bere pilota hartzeko zorian baitzegoen. Mutil baten hotsa entzun zen orduan, neska isilaraziz. Neskak oihu ahul bat egin zuen, Txominek arreta jarri ez zion “laguntza” ahul bat. Pixka bat gehiago… Lurreko kolpeak. Eskua luzatu zuen, pilota ukituz. Negar hots gehiago, hortik gertu zegoen zuhaixka batzuen artetik. Azkenean, eskuarekin pilota hartzea lortu zuen, eta zulotik atera. Salto egiten zuen bitartean, norbaitek kolpe batzuk ematen ari balitz bezala entzun zen. Txominek, pozik, jaitsi zituen eskailerak igo egin zituen, parkera itzuliz. Momentu horretan bertan, gorpu bat lurrera erori zen, lurra gorria utziz…

“Non sartu zara?”, galdetu zion amak, kezkaturik, Txomin parkera itzuli zenean. “Pilotaren bila, erori egin zait…”, erantzun zuen semeak, xalotasunez. Amak hasperen egin zuen, lasaiturik. Berriz ez egiteko agindu eta bere betiko lekuan eseri zen, hasieran haurra zainduz, baina gero bere lagunekin solasaldian murgilduz. 


Amak afaria atera zuen mahaira. Telebistan informatibo berezia ematen ari ziren. Txominek eskua sartu zuen bere amak zerbitzatutako jaki gozoan, probatzeko irrikaz. Urrutian bezala, telebistako hotsa entzuten zen, nahiz eta haurrak horretan arretarik ez jarri, janarian jarrita baitzuen.

«Gaur arratsean neska bat bortxatu eta hil egin dute, Andozeko kalean, Patxiku-Txiki parketik gertu. Bizilagun batek gorpua aurkitu zuen lurrean botata, bost sastakadaz. Hau, gaur egun dauden beste hainbat bortxaketen arteko beste bat da, gaur egun ehunka gertatzen baitira…».

“Ene, hori hor goiko parkean gertatu da, Txomin eta biok joaten garena da! A zer pena! Gaurko gazteria izugarri oker dabil…” murmurikatu zuen amak, tristaturik. Txominek janaria ahora eraman zuen, telebistaren urrutiko agintea hartzen zuen bitartean. Albistea bukatzeari utzi gabe, kanalaz aldatu zuen. “Luuni”ak ohera zihoazen. Berak abesten zuen bitartean, amak eta aitak gazteriaz hitz egiten zuten, mahaian esertzen hasirik.

A zer ederra, txikitako inozentzia eta axolagabetasuna! 

domingo, 6 de mayo de 2012

La edad de la inocencia (Anónimo)


Pablo al levantarse suele decir: “me pitan los osos”, mientras se protege de la luz con sus manos. También le pita el tulete y la toleta y el pitama. A Pablo le preocupan los fanfasmas y el lobo felós, aunque se siente seguro porque su casa es de lalillos. A mi hijo cuesta entenderle, aunque se le comprende todo. No me pasa lo mismo cuando escucho las noticias. Entiendo lo que se dice, pero apenas puedo comprender lo que pasa.


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Nota: este relato no es mío. Desconozco su autor/a pero el tema planteado se asemeja a un relato que postearé en breve y me parece curioso. 

jueves, 3 de mayo de 2012

Una Camelia teñida por el hedor de la muerte


Un grito la hizo volverse. Su largo cabello rebotó en el aire y lo sintió golpearle en la nariz. El frío viento la hizo saborear con gusto aquel terrible y a la vez hermoso paraje que tenía a sus pies. Setsuna cerró los ojos y cogió aire, disfrutando de las voces que resonaban en aquella depravada calle de muerte.

Curiosamente, se fijó en que le temblaba un poco la mano con la que sujetaba la katana. Adoraba el tacto del mango. Estaba un poco sudado, pero aquel desagradable detalle la animaba aún más si cabía. La hacía sentirse fuerte. Una guerrera que sólo luchaba por su vida. Un ruido tras ella la hizo abrir los ojos. Alzó la mano con la que sujetaba su espada y se dio la vuelta. Con aquel ya típico gesto torcido de sus labios, hizo bailar la hoja de su querida Camelia y rajó de un simple tajo la garganta de aquel desconocido que la había intentado atacar por la espalda. Sintió la vaina de Camelia atravesar la carne, proclamando su victoria. Fácil, pero no por ello menos excitante. Retiró la hoja y se maravilló por las gotas de sangre que flotaron en el aire, como rubíes fundidos en líquido cristalino. Por último, lanzó un rápido vistazo al cuerpo sin vida que se había atrevido a blandir su espada contra ella: Setsuna, la Segadora.


Sacudió a Camelia con delicadeza, queriendo retirar los restos de sangre de su hoja. Aún quedaron unas manchas, pero no le importó. Adornaban perfectamente a Camelia. Como un hermoso pintalabios rojo en los labios de una bella dama. Sonrió con una emoción maquiavélica. Se cargó a Camelia sobre el hombro y encaró a aquella calle llena de cuerpos sin vida que ella misma había segado sin jadear del esfuerzo. Una horripilante escena a ojos de cualquier ser humano, excepto de aquellos que vivían en aquella ciudad. Muertos amontonados bajo un enorme charco de sangre. Caídos en una batalla de hombres tozudos que se atrevieron a blandir una espada en su contra. Setsuna no tenía culpa alguna de que aquellos necios se atrevieran a enfrentarse a su leyenda.

Viendo que no parecía haber nadie más con vida, saltó del pequeño montículo de cuerpos y cayó de pie al suelo. Envainó a Camelia, dándole por fin un respiro tras su ardua batalla. Se llevó la mano izquierda a la cara y se retiró el flequillo. Sintió algo húmedo en la cara según su mano rozó su piel. Se miró la palma y reconoció la sangre. Se sorprendió. No creía haberse manchado. Se encogió de hombros. Se lavó la mano en sus ropas ajadas, pero aún así le quedaron restos de sangre reseca. Se lamió la mano, saboreando aquel desagradable sabor.

Volvió a ponerse en marcha.

En aquella ciudad, cada día era una batalla mortal. Allí no había más que bestias. Y Setsuna era la reina entre ellas. La habían encerrado en aquella pocilga de miseria humana cuando era una cría. Al principio sobrevivió escondiéndose, pero con el tiempo, todos los niños con los que se refugiaba fueron asesinados uno a uno. Aún recordaba los llantos de sus amigos de entonces cuando eran atacados sin previo aviso. Los adultos eran las peores bestias. Algunos incluso violaban a las niñas antes de rajarles el cuello. Y sin embargo, en aquel infierno de ciudad de condenados a la muerte, Setsuna había conseguido un arma y había aprendido a sobrevivir.

Había un dicho en aquella ciudad. Que quien sobreviviera hasta el final conseguiría ser libre. Setsuna desconocía qué quería decir ser libre. Ella estaba hecha a la lucha. Le encantaba danzar y sentir esa excitación que sólo conseguía viendo cómo la gente caía y gritaba. El miedo que había sentido en sus primeros días fue sustituido por un horripilante sentimiento que se acercaba a la alegría. A veces, recordaba que tenía una linda sonrisa. Sentía que hubo un tiempo en el que era como aquellos niños a los que había solido salvar, cuyas expresiones eran inocentes y puras. En esos momentos, ella se preguntaba qué pasó con ella para haberse trastornado tanto como para disfrutar de aquella barbarie en la que la habían obligado a jugar.


Cada mes, un grupo vestido de negro traía a nuevos niños a la ciudad. A cada uno se le asignaba un arma y se los dejaba pulular a sus anchas en aquel estanque de peces grandes. Pocos eran los que sobrevivían. Los que conseguían vivir por un día más, se emocionaban por la promesa de libertad. Sin embargo, a ella, aquello no la emocionaba en absoluto. Recordaba que en su niñez la promesa de libertad la había llevado a querer ser más fuerte, pero con el paso del tiempo, había perdido aquella meta.

No, lo que a Setsuna la motivaba era otra cosa… 

Un nuevo grito proveniente del final de la calle le aceleró el corazón. Sonrió con aquel gesto estremecedor, mostrando sus dientes. Abrió tanto los ojos que parecía completamente desquiciada. Soltó un grito emocionado y echó a correr, desenvainando a Camelia una vez más. Antes de ver perfectamente a su oponente, alzó el brazo y atacó. Sintió que la hoja chocaba con algo, pero no se detuvo. Dio un paso atrás y un salto hacia adelante con el brazo en alto. Su enemigo esquivó el golpe.


Retrocedieron, cada cual comprobando el estado de su oponente. Setsuna no era más que una muchacha de unos veinticinco años, de mediana estatura, de pelo largo y oscuro y ojos pequeños, siempre entrecerrados con aquella expresión trastornada o vacía. En sus años de huida en aquella ciudad, había fortalecido sus piernas. Su brazo izquierdo solía usarlo para defenderse de los ataques de sus enemigos, y se lo había fracturado varias veces. A falta de un médico que le colocara los huesos en su sitio, se había deformado y le daba una apariencia extraña. Su brazo derecho, con el que sujetaba a Camelia, era fuerte.


Su rival era un muchacho de más o menos su edad. Era alto, pero no era muy musculoso. Tenía el pelo tan largo como ella, pero recogido en una coleta. Tenía un corte mal curado en su mejilla izquierda. No tenía nada más que lo hiciera especial ni atractivo. Nada más que otro cadáver más para ella.

Una corriente de emoción le recorrió el cuerpo, animándola a volver al ataque. Extendió su brazo derecho hacia atrás y se lanzó contra su oponente. Éste, viendo lo que se proponía, alzó el arma que sujetaba entre las dos manos. Setsuna sonrió, reconociendo un hacha de gran tamaño. Reparó en el rostro molesto de su contrincante, irritado por su sonrisa, pero ella no pudo evitarlo. Aquellas armas la hacían reírse. En manos de un experto podían ser letales, pero no podía compararse con la eficiencia de una katana, al menos, no con la de Camelia.

Antes de que la hoja del hacha la alcanzara, Setsuna la esquivó por unos centímetros. Aquello le concedió la perfecta oportunidad que necesitaba para atacar. Su contrincante necesitaría algunas milésimas de segundo para volver a alzar el arma debido a su peso. Setsuna se apoyó sobre su pierna derecha y alzó la izquierda, propinándole una patada detrás de las rodillas a su enemigo. Éste se contorsionó y casi se cayó hacia adelante, pero consiguió mantenerse en pie. Aún así, no fue lo suficientemente rápido como para detener a la experta de Setsuna. Volvió a apoyar el pie en el suelo y se retiró unos centímetros. Alzó la mano izquierda y agarró al susodicho por la coleta. Tiró con todas sus fuerzas hacia atrás, obligándolo a agachar la cabeza. Setsuna prestó atención al hacha, que debido al impulso se elevó queriendo alcanzarla.


Viendo lo que se proponía, Setsuna esquivó sin mucho esfuerzo la direccionalidad del arma y agarró fuertemente la empuñadura de Camelia. Clavó su mirada en los ojos almendrados de su rival. Setsuna tuvo la impresión de haberse paralizado. Sonrió divertida. Sintió que la hoja de Camelia resonaba, pidiendo acción. Setsuna le lanzó un rápido vistazo a su fiel compañera. No la hizo esperar más.


Tiró con todas sus fuerzas de la coleta de aquel hombre y lo empujó hacia el suelo. Ignorando por completo el hacha que intentaba alcanzarla, Setsuna alzó a Camelia y la dejó descargarse sobre aquel perfecto cuello. Sintió cómo la hoja atravesaba la piel y rajaba hasta el fondo, degollándolo por completo.

Cuando quiso darse cuenta, se encontró en medio de un charco enorme, con el cuerpo de aquel tipo tirado en el suelo y su cabeza colgando de la coleta en su mano izquierda, mientras que Camelia goteaba sangre.

Sintió ganas de reír del ridículo de la escena, teniendo aquella cabeza como si se tratara de un pobre muñeco desmembrado. Saltó una carcajada histérica y tiró la cabeza lo más lejos que pudo. Escuchó el golpe de la caída, pero no le prestó atención.

Unos gemidos a su derecha la atrajeron. Lanzó un vistazo a un grupo de muchachas de apenas unos doce años, abrazadas entre sí, aterradas. Tenían los ojos anegados en lágrimas y la observaban atentamente, seguramente intentando adivinar qué se proponía. Ella no les dio importancia. Ni siquiera se había fijado en su presencia hasta el momento. Ellas no eran más que escoria, peor que aquel tipo caído, porque ellas no eran ni capaces de ponerse en pie y luchar como es debido.

Las ignoró y siguió con su paseo hacia adelante.

En aquella ciudad de muerte, Setsuna quería ser la diosa. Le daba igual cuánto tuviera que destrozar, ella conseguiría superar a aquellos desechos humanos y se proclamaría vencedora. Ése era su sueño. Le daba igual el horror de aquella matanza colectiva. Ella sólo deseaba sentir esa extraña emoción. Esa distorsionada y escalofriante crueldad.

Porque Setsuna era un monstruo que adoraba segar vidas que no valían nada.