sábado, 23 de junio de 2012

Que los haya mejores que tú no significa que no seas bueno

Puede que haya quien sea mejor que tú en algo.
Pero eso no quiere decir que tú no seas bueno.

En vez de dejarte llevar por la desilusión o la rabia de ser inferior a alguien,
levanta la cabeza y alcanza la supremacía.
Si tu ambición es sana, evolucionarás a mejor.

Pero sobre todo,
no dejes que el orgullo te venza y te lleve a la perdición.
No hay nada peor que un líder sin humildad.
Eso lo lleva a convertirse en un narcisista solitario,
que no tiene a nadie que lo sostenga en cuanto su poder tiemble por un instante y caiga de su pedestal.

Por encima de todo, sé fiel a ti mismo,
pero de manera que no tengas que sufrir daños mortales por tu caída,
porque más tarde o más temprano,
por mucho que te conviertas en el "mejor",
legará alguien para arrebatarte el sitio.

Es ley de vida.



martes, 19 de junio de 2012

El silencio que se llevó tu sonrisa y mi esperanza


Es curioso, no sé dónde estoy. Hay una mujer que no conozco sentada junto a mí. Hace un rato me ha dicho algo y me ha acariciado la espalda, pero ese breve recuerdo está difuminado en mi memoria y ahora mismo, dudo de si ha sido producto de mi imaginación o si realmente ha ocurrido.

Miro en todas direcciones. Hay personas paseando de un lado a otro. Enfermeras. Médicos. Un niño más pequeño que yo espera sentado en una silla junto a su madre. Se está tapando la nariz con un pañuelo de papel. La madre parece nerviosa. Entre tanta gente, nadie parece prestarles atención.

El niño se da cuenta de que lo estoy mirando y me devuelve la mirada. Es extraño. En cualquier otro momento, me hubiese sobresaltado. Sin embargo, permanezco tranquilo, respondiendo a aquellos ojos que parecen querer llorar. Curiosamente, la tristeza que veo en ellos me hace sentir algo dentro de mi pecho, como si algo que no comprendo se revolviera en lo más profundo de mis entrañas y quisiera hacerme reaccionar. Aparto la mirada de él. Ese extraño tirar que siento en mi estómago se tranquiliza un poco.

Cierro los ojos, queriendo recordar qué es lo que me ha llevado a estar en esa sala de hospital. Lo último que recuerdo es estar hablando con mi madre en la cocina. Ella estaba dando vueltas, nerviosa, y murmuraba cosas que yo no comprendía. Intentaba seguirla, quería ayudarla, pero ella no parecía prestarme atención. No era algo nuevo para mí. Llevo como unos cuatro años soportando esa indiferencia que siente hacia mi persona. Al principio la odiaba, porque no comprendía nada. Aún así, según he ido haciéndome mayor, he ido comprendiendo.

Un escalofrío recorre mi espalda. El presentimiento de que algo viene a mi mente. Efectivamente, un recuerdo grabado en lo más profundo de mi memoria se proyecta en la oscuridad de mi cabeza, como si se tratara de una película casera grabada con una cámara de calidad discutible.

Un verano a mis nueve años. Mi madre había decidido gastar el dinero que mis abuelos le habían dado por navidades y me había llevado con ella a la costa. Habíamos alquilado un pequeño apartamento junto a la playa. A la mañana, me despertaba con su eufórica sonrisa, golpeando una cacerola, ya que era el ruido más insoportable que yo había oído en mi vida y porque sabía que sólo así conseguiría despertarme. Recuerdo que salté de un brinco de la cama en la que dormía. Me quejé, pero ella ignoró mis lamentos. Simplemente me sonrió con aquella dulce sonrisa. Por aquel entonces, yo pensaba que había una luz dentro de mi madre que le iluminaba el rostro cuando esbozaba aquella tierna sonrisa, que no sólo me dirigía a mí, sino a todo el mundo que se topaba con ella. Yo, un niño asustadizo, me sentía protegido de todos mis miedos cuando me saludaba con aquella sonrisa. Adoraba a mi madre.

La oía cantar mientras nos preparaba el almuerzo. Yo disfrutaba sentado en el sofá, viéndola meter los utensilios para pasar el día dentro de aquella mochila tan hortera que me obligaba a llevar a la espalda. Pero me daba igual, siempre que fuera ella la responsable de aquella tortura. Cuando lo hubo dispuesto todo, corría hacia mí y me cogía en volandas. Daba igual cuánto hubiera crecido, siempre aguantaba mi peso en el aire unos segundos, hasta que sus brazos cedían y me dejaba otra vez en el suelo. Era como un hechizo. Lo hacía y yo me echaba a reír. Ahora que me pongo a pensar, tal vez ése fuera su único cometido. Aún siendo mi madre tan sonriente, yo siempre proyectaba un aire afligido. El porqué lo sabíamos los dos. Aún no había superado la muerte de mi padre. Así como mi madre siguió luchando por los dos y consiguió sacar esa energía infinita de algún lado que yo desconocía, yo seguía echando de menos a aquel hombre que me había enseñado a montar en bici, que me ayudaba a hacer las ecuaciones matemáticas, que me pegaba en el trasero cuando hacía algo mal en casa, quien jugaba conmigo a futbol y me dejaba ganar por compasión…

Ya en la playa, mi madre me arrastraba al mar y los dos jugábamos con aquella pelota de Nivea que aún pululará por los cajones de casa. Eran días felices, brillantes, donde aquella hermosa sonrisa resplandecía como foco principal, iluminando mis más terribles pesadillas.

Aquel recuerdo, ahora me resulta lejano.

Escucho a la mujer sentada a mi lado hablar con un médico que pasa corriendo a nuestro lado. El tipo se detiene, mira unos papeles que lleva en la mano y le responde con un «esperen un momento». La mujer asiente, no muy satisfecha con la respuesta y vuelve a sentarse a mi lado, permitiéndole al médico volver a la carrera.
-     Tranquilo, ponto podremos verla – la escucho decirme, como un eco perdido en la lejanía. Yo la miro sin verla y asiento con la cabeza, como si fuese un títere sin vida a quien su conductor agita el hilo para que pueda ejercer tal acción.

Trago saliva, pero es extraño. No puedo mover mi lengua, como si ésta se hubiese quedado atascada y no respondiera a mis intenciones. Me pregunto, por un momento, si se me ha olvidado cómo se traga saliva. Y siento miedo. ¿Es posible que se me olvide cómo tragar? A mi madre se le olvidó cómo se agarra el mango de la jarra de la leche y tuve que explicárselo una vez. ¿Me está ocurriendo a mí lo mismo?

El miedo actúa de alguna forma y por fin consigo mover la lengua, aunque sólo sea unos pocos milímetros, que me permiten tragar la saliva que se me estaba acumulando en la boca. Suspiro un poco más aliviado, pero ni así consigo sacudirme el miedo de encima.

Hace cuatro años, poco antes de que yo cumpliera los diez, mis abuelos comenzaron a visitarnos más a menudo. Yo me alegré, porque sólo los veía cuando tenía fiesta. En aquel momento, no fui capaz de ver la razón detrás de aquellas visitas, hasta que por fin me di cuenta de que algo había cambiado en mi madre. Ya no era capaz de cuidarme sola. Y poco a poco, tampoco era capaz ni de cuidarse a sí misma.

Había oído que mi abuelo, el padre de mi madre, había muerto siendo relativamente joven, pero nunca había preguntado por qué. Como no lo había conocido, no había despertado mi interés. Pero cuando vi que mi madre, aquella sonriente y alegre mujer, se desvanecía tras un velo cansado y pálido, no pude soportar más la incógnita y decidí encontrar respuestas a ese cambio en la personalidad que yo tanto atesoraba.

En aquella época, todo mi mundo empezó a desmoronarse.

Si ya pasaba malos ratos en clase, donde los niños se burlaban de mí por ser tan callado y vestir de forma tan cutre, en casa mi mundo era todavía más crudo. Ya no había sonrisas que atenuaran mi tristeza. Sólo había silencio. Eso en los mejores días. En los peores, me encontraba envuelto en una extraña batalla en la que no sabía cómo había llegado a ser partícipe. Mi madre gritaba, como loca, y se movía de una forma extraña, como si fuera poseída por un demonio. Cuando era un niño, me encerraba asustado en mi cuarto, esperando a que el fantasma que había entrado en su cuerpo se cansara de sacudirla y nos concediera un momento de paz. Según iba creciendo y comprendiendo la situación, sin embargo, me sentaba en la silla más cercana a mi madre y esperaba a que se tranquilizara, para poder intervenir y sosegarla hasta que las fuerzas desaparecieran por completo y fuera yo quien la cogiera en brazos, como ella había hecho en mi niñez, y la llevara de vuelta a su cama.

Sólo cuando mis abuelos me visitaban sentía paz. Pero ni ellos eran capaces de tranquilizar por completo mi espíritu.

Me sorprendo al fijarme que me he vuelto a sumergir en los recuerdos. Levanto la mirada y me fijo en la mujer que sigue sentada a mi lado. Ni siquiera me acuerdo de su nombre. Se me ha presentado hace unas horas y me ha acompañado hasta aquí, encargándose ella de la situación. Incluso ha sido ella quien me ha curado el corte de mi brazo. Sólo recuerdo sus palabras mientras me soplaba la herida que intentaba curar con agua oxigenada.
-     Tranquilo, no es tu madre quien te ha hecho esto, es su enfermedad.

En aquel momento, recuerdo que tuve ganas de echarme a reír. Bien sé yo eso. La madre que yo recuerdo no era capaz de tirarme un plato, ni mucho menos no reconocerme y amenazarme con un cuchillo. Ella me cogía en brazos y me sonreía, para que yo me sintiera feliz.

El médico que minutos antes había detenido aquella mujer cuyo nombre no recuerdo, se acerca a nosotros, esquivando a las personas de aquel concurrido pasillo. Se detiene frente a nosotros. La asistenta social se acerca a él y los dos hablan. Finalmente, se vuelven a mí. Sus caras son reflejo de la compasión que sienten por mí. Tal vez en otro momento se lo hubiese agradecido, pero ahora mismo, no siento nada. Es como si me hubiese quedado tan vacío como mi madre.
-     Puedes pasar a verla – escucho decirme a la asistenta social.

Yo asiento con la cabeza. Me levanto con cuidado, dudando de si me acuerdo de cómo se camina. Suspiro aliviado al ver que soy capaz de dar un paso adelante. La mujer y yo seguimos al médico y nos detenemos frente a una habitación donde descansa el nombre de mi madre bajo el número 239. El médico me abre la puerta y me anima a que entre.

Sin embargo, soy incapaz de dar un paso más.

El vacío se ha llenado con un sentimiento que conozco muy bien: el miedo. Miedo de lo que voy a encontrar dentro. ¿Cómo me recibirá? ¿Se acordará de mí? ¿Estará llorando al ser consciente de lo que ha hecho? Tengo miedo, porque por encima de todo, es a ella a quien menos quiero ver sufrir.
-     Tranquilo, yo estoy contigo – escucho decirme a la asistenta social. Giro un poco la cabeza y me concentro en ella. Me sonríe, pero esa sonrisa no contiene la misma luz que tenía la de mi madre. No es capaz de llegar a mí. Agradezco su gesto, pero no es consuelo suficiente para mí.

«Siempre estaré contigo, pase lo que pase. Siempre te querré». Escucho una dulce voz en el fondo de mi cabeza. Una tarde, después de que llegara de clase, me eché a llorar en el regazo de mi madre. Ella me acarició el pelo hasta que me tranquilicé y fui capaz de contarle lo que me carcomía por dentro. Ella me cantó como lo hacía aquellos días que pasamos en la playa, me recordó aquellos lejanos días con mi padre y me aseguró que llegaría el día en el que todo el mundo vería que yo era grande y que me valorarían por quién era. Ya no habría más abusones, no más miedo por la gente que me rodeaba. Y ella estaría a mi lado, luchando conmigo. Aunque físicamente no lo estuviera, siempre estaría conmigo, en mi corazón.

Pase lo que pase, sea lo que sea que encuentre ahí dentro, mi madre sigue siendo mi madre. Ella es quien me dio la vida, quien me ha criado, quien me ha visto crecer, quien me ha enseñado sobre la vida. Ella es quien me ha abrazado cuando lo necesitaba. Supongo que en sus momentos difíciles, tendré que ser yo quien esté a su lado.

Con esto en mente, cruzo la puerta y me encaro a lo que sea que me espera en la habitación 239.

Allí está ella, tumbada en aquella cama de hospital, con la cabeza girada hacia la ventana. Parece interesada en el exterior.
-     Hola, mamá – la llamo, intentando disimular el temblor de mi voz. Esbozo una tímida sonrisa, queriendo así llenarme de fuerzas positivas para poder encararla de la mejor forma posible.

Sin embargo, no recibo respuesta a mi saludo. Me detengo en seco, a apenas treinta centímetros de su cama. Vacilo.
-     ¿Mamá? – la llamo una vez más –. Soy yo, Ángel. He venido a verte…

Ni siquiera mi nombre parece surtir efecto en ella. La pequeña sonrisa que había intentando dibujar en mi rostro se deforma en un gesto aterrorizado. Intento tragar saliva, pero como me ha ocurrido en aquel pasillo, olvido por un instante de cómo se hace. La mujer que tengo frente a mí gira la cabeza, pero ni siquiera se fija en mí. Me ignora, como tantas otras veces ha hecho.

Siento que mi corazón se rompe en mil pedazos.

No sé quién es esa mujer que está tumbada en esta cama de hospital. No hay vestigios de aquella dulce madre que me sonreía con aquella hermosa sonrisa que iluminaba toda la habitación. Esta cáscara de mujer que se parece a mi madre tiene la mirada perdida, como si ni siquiera estuviese aquí conmigo.

Intento estirar mi mano, tocar la suya, pero no soy capaz de mover ni un músculo. El miedo me paraliza. En silencio le grito que me mire, que me haga caso, como mil veces le he espetado en casa, pero ella es incapaz de escuchar mis lamentos, bien sean en voz alta o en voz baja. La madre que yo tanto he querido ya no está ahí. Igual que mi padre, se dejó atrapar por la miseria y se ha alejado de mí, dejándome completamente solo. Dejándome indefenso en este enorme mar de dolor.

«Mamá, sonríeme una vez más, por favor. Sólo una vez más, para que yo sepa que sigues aquí, protegiéndome».

Llevo queriendo decir esa frase tanto tiempo que ya no recuerdo cuándo la pensé por primera vez. Pero una vez más, olvido cómo se habla y me dejo engullir por el silencio.

Espero que alguna vez desaparezca esta desazón que me consume el alma.

Aprieto mis manos y cierro los ojos, dejando que las lágrimas tomen su rumbo. Lo siento, pero la tristeza me supera.

Maldita esquizofrenia. 




miércoles, 13 de junio de 2012

¿Qué quedará tras de ti?

¿Alguna vez has pensado en lo que te queda cuando tu vida se apaga? 

Sólo recuerdos de lo que fuiste. Los grandes momentos de tu vida, ya sean los buenos o los malos. Es a lo único a lo que te aferrarás. Tendrás el orgullo o la pesadumbre de a qué has dedicado tu vida. Estarás contento porque viviste una locura en tu juventud y aprovechaste tus días. Tal vez te sientas orgulloso por el trabajo que hiciste, porque ascendiste al podio y acabaste con toda la competencia que te seguía de cerca. O tal vez te sientas un desgraciado porque nada importante pasó. Tal vez te acuerdes de las noches en las que te quedaste sentado delante de un televisor y te echaste a llorar por una película. O tal vez de las noches en las que saliste con tus amigos y bailabas como un condenado al ritmo de la música. Tal vez recuerdes las carcajadas de tus hijos, o de cualquier niño que llegó a emocionarte con su dulce sonrisa, haciéndote sentirte especial por poder presenciarlo. Tal vez recuerdes tu propio gesto torcido de felicidad cuando viste a una adorable ancianita recibir un regalo romántico de su marido de más de noventa años por su setenta aniversario. Tal vez recuerdes los vítores de tus padres cuando te subiste a la tarima a recoger el graduado del bachillerato, o incluso el universitario. O una simple palmadita de tu superior cuando te dijo que hiciste un buen trabajo gracias al cual habían conseguido el contrato del año. Tal vez tengas el breve recuerdo de tu primer beso, o de la primera vez que hiciste el amor con tu primer amor, tan dulce y temeroso como ningún otro... 

¿Qué imagen prevalecerá en tu memoria cuando llegues al final del trayecto? Es más todavía... ¿Qué dejarás detrás de ti cuando te vayas? ¿Lágrimas, odios, corazones rotos por tu ausencia, sonrisas, bonitos recuerdos...?

Vive la vida. Vive el momento. Sí, es cierto. Vívelo. Pero no está mal pararte un poco y pensar en qué quieres que quede tras de ti. ¿Sirve una vida llena de ti y que luego nadie te tenga presente en nada? ¿Sirve de algo dejar huellas de lo que fuiste sin que llegases a vivir al límite de lo que quisiste? 

Una noche como otra cualquiera, vi una película que me robó unas lágrimas. Un sacrificio importante. Una vida. A cambio de otras siete...[1] Un sentido importante, una vida que dará sentido a otras cuantas. Que dejará recuerdos bonitos y tristes al mismo tiempo, pero que cambian una vida. Una vida que da sentido a otras cuantas. 

Tal vez no me interese ser grande en mi vida. Simplemente, quiero que cuando llegue el final, la gente que participó en mi vida me recuerde. Al fin y al cabo, lo que todo ser humano más teme en esta vida es que el rastro de su existencia desaparezca. ¿O no es así? Las personas decimos que no nos importa el resto, pero siempre nos sentiremos vacíos si no hay nadie que se acuerde de nosotros. La cuestión es... ¿cómo quieres que te recuerden?

Así es como, en mis momentos de máxima lucidez (o máxima paranoia), se me ocurren pequeñas cosas que querría dejar detrás de mí. Quiero que llegue el día en el que una amiga recuerde la caricia en el pelo en el que le demostraba mi gran cariño hacia ella. Quiero que llegue el día en el que mi padre se sienta orgulloso de los logros que he tenido gracias a él. Quiero que mi madre se sienta feliz de lo lejos que he llegado después de que ella me dejara partir. Quiero que mi hermano recuerde cómo me chocó esos cinco cuando nos reímos de una broma que hicimos conjunta acerca de nuestros padres. Quiero que algún día mis propios hijos recuerden mi fortaleza y el orgullo que me hacen sentir. Quiero que mis nietos me recuerden como una abuela encantadora que los mimaba a carantoñas cuando eran unos críos.

Simplemente, más que por hacer cosas grandes, quiero que la gente a la que más quiero me recuerde con una enorme sonrisa en la cara, o con el ceño fruncido a modo de incredulidad, que después se transforme en un pícaro gesto con la lengua sacada. Nada de vagas imágenes de la grandiosidad. Algo dulce, cálido y reconfortante. 

Igual que quiero recordar a todas las personas que pasaron por mi vida, quiero que se mantenga firmemente esa imagen brillante en el corazón de aquellos a los que amé. 

Simplemente, las ideas trastocadas que aparecen y desaparecen en un breve momento sacudido por una emoción intensa... cosas que te hacen pensar...

¿Qué te gustaría dejar tras de ti?

Interesante cuestión...







[1] Siete almas (Seven Pounds) de Gabriele Muccino


martes, 12 de junio de 2012

¿Aceptas la condición de fidelidad y confianza?


Dulce dama, no me mires así.

Tus ojos me recriminan con pesadumbre, como si yo fuera un siervo bajo las órdenes de un cruel señor que está a punto de condenarte a muerte.

Sólo te he dicho lo que pienso: no estoy preparado para tener una relación. No quiero que dependas de mí. No quiero depender de ti. Es algo complicado, y ninguno de los dos está preparado para tal responsabilidad. ¿Te comprometerías a verme únicamente a mí como tu único apoyo? ¿Dejarás de seducir a otros hombres, como tengo entendido que te gusta? ¿Dejarás que sea yo quien te mire? ¿Tus focos estarán dirigidos únicamente a mí? ¿Seré capaz yo de comprometerme a lo mismo?

Esto es algo serio. Lo que propones es un contrato verbal, en donde nuestro orgullo y nuestros corazones se ponen en juego. Un paso en falso y nada volverá a ser igual. Una vez me hayas hecho dar el paso y haya bajado las compuertas de latón que protegen mi corazón, tú tendrás el poder de destrozarlo o corromperlo. ¿Serás capaz de hacerte cargo de él? ¿Seré yo capaz de hacerme cargo del tuyo?

Es un juego complicado, donde no hay reglas que nos aseguren que los dos consigamos más de lo que hemos apostado. Y la pérdida puede llevarnos a la destrucción mutua. Estos bellos recuerdos que hemos compartido hasta ahora se teñirán de odio y de resentimiento. ¿Entraremos en una batalla para recuperar lo que nos hemos obligado a perder? Entonces, puedo asegurarte, que sí me convertiré en ese verdugo que me acusas ser con esa mirada aparentemente inocente.

Lo siento, pero no me fío ni un pelo de ti, bella dama.

Igual que no confío en mi persona para poder sostenerte entre mis brazos, no tengo esperanzas de que tú seas capaz de cuidar de mí.

¿Te parecen tan crueles mis palabras? Entonces, demuéstrame que me confundo, dulce dama.

Perdona, en este mundo en el que todo está corrompido y donde el amor no es más que un sentimiento fortuito que depende de las circunstancias en las que una persona se encuentre en un momento concreto, expectante de un físico espléndido y unas características especiales en lo relativo a su personalidad, no soy capaz de comprender qué es lo que me asegura que tú, bella y dulce dama, digas la verdad cuando aseguras estar enamorada de mí. Porque las palabras se las lleva el viento, y el corazón de una mujer es tan variable que nada puede asegurarme que cuando hoy me dices que me amas, mañana encontrarás a un hombre que te dé lo que necesites y desaparezcas porque has encontrado a un príncipe mejor.

¿Nos comprometemos entonces a ser lo único que nos veamos cada día? ¿Harás ese sacrificio por mí?

Sobre la cuestión que me planteas de si haría yo lo mismo por ti, te asentiré sin ninguna duda.

Hasta que algo mejor aparezca ante mí, claro...



jueves, 7 de junio de 2012

Soñadora

Muchas ideas y fantasías guardamos en la cabeza. 
De sueños se vive o se deja de vivir. 
Dejadme soñar con mi mundo, sólo un poco más...

domingo, 3 de junio de 2012

Move your body, although that could be the more stupid thing you've done in your life

Cierro los ojos y me dejo llevar por el ritmo de la música. Acabo de dejar mi bolso y mi chaqueta en el colgador de la barra, así que no tengo nada que me impida el movimiento. ¡Sólo quiero bailar! Sentir las notas penetrar en mi celebro, animándome a que sacuda el body y... ¡yeah! Aquí está mi amigo el ritmo. 

Olvidar por un segundo la pesadez del mundo. Olvidar por un breve instante la rabia de ese rostro que me amarga la existencia. Olvidarme de todos y ser yo la reina de la pista. Olvidarme de esas miradas que me miran como si fuera una idiota. Da igual, yo soy yo, y feliz estoy con mi baile tonto, con la mano en alto, la cintura en movimiento, el juego de pies hacia adelante y otra vez hacia atrás. Tal vez parezca una payasa a los ojos de esos tíos que tengo a mi alrededor, pero sólo pienso en una cosa: ¡me da igual! Yo sólo quiero pasármelo bien, con o sin gente. Sentir que por un momento la única que dirige mi mundo soy yo, que por mi fuerza de voluntad sigo en pie luchando contra la contrariedad, que tengo el poder bajo mi control, porque yo lo valgo. Porque yo soy yo y puedo, yeah baby, I can! You know that!

Las críticas de la gente me la sudan, por mucho que me miren como si fuese de una clase inferior a la suya, nadie tiene la misma magia que yo. Yo saco felicidad de donde no la hay. Sé que es una habilidad envidiada por esa gente que me mira como si fuera estúpida e insignificante. Yo me río de sus burlas. ¿Sabéis qué hago? Me dejo llevar por la música. Me bebo un trago de la caña que me ha costado dos euros, la vuelvo a dejar en su sitio y aplaudo al ritmo de la música. Doy paseos de un lado a otro en los pocos metros cuadrados que me he apropiado para mi disfrute. Lanzo una patada baja, muevo los hombros, tuerzo el gesto, frunzo el labio, saco la lengua, salto, chasqueo los dedos... Me vuelvo loca. 

Tal vez piensen que no soy más que una pobre borracha que no sabe ni qué hace. Pero soy consciente. La cuestión es que me da igual cómo quedar a vuestros ojos. No tengo complejos. Me siento libre, como una niña que juega con un hula hoop. Me divierto. Me río. ¡Salto llena de energía! En vez de criticar a los que me rodean para descargar mi frustración que siento por mi vida, lo que yo hago es concentrarme en el pequeño placer que es nuestro arte musical (aunque a veces se sobrestime lo que es buena música y encuentres bodrios que no escucharías una segunda vez en tu vida), y dejo que la rabia y la tristeza fluyan a través de mi cuerpo. No derramaré ni una lágrima por cosas triviales que no tienen remedio. Aceptaré las consecuencias, pero para aligerar el pesar, me desahogaré haciendo el payaso. Porque... ¡qué demonios! Yo misma soy una payasa, así que tengo derecho a reírme. 


Yeah! 
No one is going to steal me my smile! 

I will dance, I will sing.
I will be strong and fight with all my strength!

Y bajo esas miradas desconcertadas, ahí ando yo, vuelta y vuelta, moviendo el body, dando palmadas, soltando carcajadas porque todo me hace gracia. Aunque cuando se me pase la borrachera tal vez no recuerde por qué reí la noche anterior, sólo me preocupa el presente en el que estoy. Mañana tendré otro pensar, aunque espero seguir teniendo el que tengo ahora. Es más brillante. Y quiero seguir brillando.

En fin, amigos, que no os dejéis hundir por vuestras miserias. ¡Salir un rato y disfrutad! O esperad a estar solos en casa, poned la música más emocionante en vuestro reproductor, coged una escoba, una linterna, un micrófono, un tuvo de pasta de dientes... Poneos la ropa más cutre, la ropa más guay, id desnudos por casa... ¡Y gritad, bailad, cantad, sacudíos! Sacudid las penas que tenéis dentro y dejad que la música se las lleve. Dejaos arrastrar por ella. No os hundáis con ella, simplemente, dejad que hable por vosotros. 

No hay nada seguro en este mundo en lo que respecta a la felicidad. Pero podéis encontrarla por vuestros propios medios. Yo descubrí este método estúpido. Pero es divertido. Estúpido, como yo misma, pero lo que he llegado a reírme de la imagen que tengo de mí en mi cabeza no tiene precio. 

Si es que... ¿quién necesita que otros la hagan reír cuando te tienes a ti misma? 

¡Me encanta, la auto-confianza!





sábado, 2 de junio de 2012

Tú mismo

Al final, 
la razón más importante que tienes en tu vida para ser feliz 
es una muy simple. 

Una palabra, dos letras:

viernes, 1 de junio de 2012

Negativismo (2)

“En cierto momento, encontré la calidez, 
pero cruelmente me fue quitada de las manos. 
Ahora, mi llama vuelve a extinguirse...”