martes, 22 de mayo de 2012

Él. Un corazón templado


Se paró frente a mí y levantó la cabeza, encarándome con aquel gesto que tantas veces había visto: una preciosa muchacha con ganas de pelea, como un hermoso animal salvaje que se enfrente a un contrincante, queriendo defenderse. Yo la observé, completamente sorprendido por que actuase de tal manear, cuando no habíamos tocado ningún tema conflictivo. Al menos, que yo supiera…
-     Mírame. ¿Qué es lo que ves? – me preguntó con voz segura. La cuestión, como era de esperar, me tomó desprevenido. ¿Que qué era lo que veía? Indudablemente a ella, un pequeña guerrera que intentaba derribarme sin que yo supiera el porqué. Pero no le respondí tal estupidez, porque pensé que el tema parecía demasiado serio como para soltar una broma tan mala. Titubeé. En mi silencio, sentí que mi corazón se achicaba y me puse nervioso. Algo en su rostro templado también pareció dudar.
-     ¿Cómo que qué veo? – musité, no sabiendo qué responder.

Ella lanzó un suspiro. Me dio a entender que no le sorprendía mi desconcierto. Me sentí burlado, porque ella era realmente avispada y se adelantaba tanto a los acontecimientos que pocas veces me dejaba disfrutar de mis victorias cuando discutíamos. A veces me frustraba lo astuta que podía llegar a ser, porque me sentía inferior, pero con el tiempo descubrí que esa habilidad suya me fascinaba, porque no lo hacía con malicia. Muchas veces, incluso me ayudaba a pensar más rápido y profundizaba en mis argumentos. Tenía la espléndida habilidad de hacerme plantearme cosas y filosofar, lo que he de admitir que me ha llegado a gustar. Consigues ver las cosas desde diferentes puntos de vista. Ves el mundo con nuevos matices, nuevos colores y te encuentras con una realidad más viva, donde nada en bueno o malo, blanco o negro… Esa chica que tenía delante me zambulló en la inmensidad del planeta y me enseñó a disfrutarlo con curiosidad.

Con esa nueva habilidad perfeccionada gracias a ella, llegué a descubrir que había muchas cosas en ella que escondía y llegué a palparla como nunca había hecho con nadie, hasta descubrir quién era en realidad. Avisté con buen ojo de águila cazadora que su tosquedad e indiferencia no eran más que una pose que escondía un corazón tierno y asustadizo. Cuando me hablaba del mundo, veía cómo miraba con adoración a los niños del parque, cómo sonreía con tristeza al ver a algún animalillo perdido por la calle, cómo respiraba intensamente disfrutando de la brisa del mar… Detalles insignificantes camuflados por una actitud aplastante, pero que no conseguía escapárseme.

Volvió a suspirar, viendo que no le daba una respuesta. La noté tensarse y volvió a encararme con la cabeza bien alta, como retándome. No se me pasó por alto su tono rudo, que tantas veces había empleado para alejarse de mí:
-     ¿Por qué estás tan contento cuando no somos nada? – dijo con voz alta, serena.

Entrecerré los ojos, sorprendido por la pregunta tan cortante y tan directa. He de admitir que sentí esa pregunta traspasarme el pecho y ejerció una dolorosa presión en mi esternón. Debí de hacer algo con mi cara que la puso nerviosa, porque optó por una actitud aún más a la defensiva. No tuve más remedio que suavizar la tensión que se había formado, temeroso de que se me pusiera a llorar en cualquier momento.
-     ¿Estás enfadada porque estoy contento de estar contigo? – le pregunté, ignorando su cuestión previa. Reparé en su mano derecha, que la apretó con fuerza. Me asusté, temiendo que se le cruzaran los cables y decidiera darme un puñetazo. Sé que ella es capaz de hacerlo y no es broma… Así que decidí abordarla con otra cuestión antes de que optara por lo que yo me temía: –. ¿A qué viene esa pregunta? ¿No estabas contenta tú también conmigo?

En ese momento, la vi titubear. Indudablemente, mis últimas palabras penetraron en ella como lo había hecho su pregunta en mí. No sé si la hirió tanto como para traspasar su pecho como lo había conseguido ella conmigo, pero al menos había conseguido desestabilizarla, como ella siempre solía hacerme.

Permanecí inmóvil, observando cómo le cambiaba el rostro. Sentí un repentino vacío en el fondo de mi estómago, asustado de que hubiera cometido un grave error que pudiera pasarme factura. Y temí por lo que mi espontaneidad podría causar. Tragué saliva como pude, olvidando casi por completo cómo se hacía, porque mi lengua apenas se movió de su sitio, como si se me hubiera quedado petrificada bajo aquella mirada que pretendía ser ruda, pero que en el fondo me daba la impresión de que quería echarse a llorar.

Por primera vez, me fié de una chica y creía fervientemente que no estaba equivocado. Ni siquiera recuerdo ni cómo empezó todo. Simplemente, cuando me quise dar cuenta, ya era una amiga a quien le contaba mis vivencias diarias y a quien tomaba el pelo por diversión. Ni siquiera me había planteado interpretar aquellos indescifrables gestos tan contradictorios. Agradable en un momento, distante y tosca en apenas unos segundos. Pero de alguna forma, en vez de sentirme herido por esos drásticos cambios en su personalidad, me sentí más cautivado porque, a diferencia de todas las demás chicas a quienes pude desenmascarar su falsedad, ella no seguía las mismas pautas en su conducta. Ella era indiferente en sus charlas sin sentido, no le importaba lo que yo pensaba, ni se limitaba a imitar lo que yo decía o quería. Así fue cómo me dejé arrastrar por su compañía, estimulante por la inteligencia y la confianza que demostraba en sus ideales, y a veces frustrante por cómo me debatía cuando no estaba conforme con lo que yo opinaba. Alguien con ideas fijas, alguien con cabeza, segura de lo que era, de quién era, y que no vacilaba en defenderse con todas sus armas cuando se sentía indefensa. Sí, me di cuenta cuando comencé a prestarle más atención a sus gestos, a sus ojos y a sus manos que me contaban más de ella de lo que me dejaba entrever, escudada con aquella bien formada armadura que la protegía de algo que yo no comprendía. Y eso fue lo que me cautivó en ella.

En algún punto en aquellas tardes interminables de conversaciones sin sentido, entre broma y broma, queja molesta y crítica inocente, llegué a fijarme en cómo adoraba lo que veía en la vida, en cómo apreciaba a su familia, en cómo adoraba su trabajo, en cómo disfrutaba de las maravillas del mundo, por mucho que lo tapara todo tras una capa de cinismo. Y en algún momento, me dejé atrapar por algo que jamás había sentido. Una corriente de aire, intensa, que marea en cuanto te dejas llevar, y que te arrastra por parajes incomprensibles. La veía tan de lejos, cada vez que creía alcanzarla se alejaba más y al final me puse a pensar si aquella especie de remolino que me empujaba conseguiría arrastrarme hacia ella o si finalmente me abandonaría en mi trayecto y haría que me estampara contra el suelo antes de que consiguiera descubrir qué significaba todo aquello.

Tan acostumbrado como estaba a verla de lejos, aun teniéndola tan cerca, me sentí abrumado cuando la vi allí quieta, con aquel gesto asustado y a la vez atento a cualquiera de mis gestos, como si quisiera lanzárseme a la yugular como un perro atemorizado que se pone en guardia. Por primera vez, me di cuenta de que la tenía justo delante de mí, consciente de que la veía, de que no le lanzaba miradas furtivas para descubrir qué pensaba en realidad. No, esta vez estaba ahí, frente a mí, intentando hacerse la fuerte con aquella expresión vacía, fría, pero que no conseguía llegar a sus ojos, aquellos ojos que denotaban su miedo.

Fruncí el ceño, queriendo asegurarme de que detrás de aquella fachada realmente lo que se escondía era miedo. Curiosamente, ella pareció descifrar lo que estaba pensando, comprendiendo que había algo que no encajaba con lo que me estaba mostrando y lo que me escondía en realidad. La noté tensarse. Ahogué una carcajada. Comprendí que se preparaba para lanzarse en mi contra, como ese perro asustado que se había dibujado en mi imaginación. Sabía perfectamente en qué estaba pensando. Era tan obvia que me hizo gracia. Pero no con malas intenciones. Sino porque me pareció muy tierna. Ciertamente, ella tenía miedo a que la hiriera con lo que fuera a decirle. Cuán idiota, pensé.
-     ¿Por qué dices que no somos nada? – le pregunté con tranquilidad. Me pareció extraño incluso para mí estar tan tranquilo, cuando en realidad me sentía invadido por la vergüenza. Pero en aquel momento, aquello no importaba. Sólo quería que ella se serenase y que por primera vez, confiara en mí. –. ¿Acaso no somos amigos? – agregué.

Mi pregunta la dejó petrificada. Parpadeé varias veces, viendo cómo la tensión de su cuerpo desaparecía poco a poco y su expresión vacía se transformaba en sorpresa. Frunció el ceño y abrió la boca tontamente. De repente, la tensión y la vergüenza que sentía desaparecieron y sonreí divertido por la cara de idiota que acababa de poner.

¿Cuántas veces me había fulminado con una mirada furiosa? ¿Cuántas veces la había admirado por el temple que mostraba, por su astucia, por su capacidad de rebatirme en todo lo que le argumentaba, por cómo se mostraba compuesta cuando intentaba picarla? Cuando conseguía sacarle una carcajada sincera, me sentía emocionado por su inocente risa, tan única como ella misma. Pero sobre todo, me invadía un tierno sentimiento de cariño cada vez que la observaba por el rabillo del ojo, siempre mirando a la lejanía, olvidándose completamente de mí, sonriendo tiernamente por algo que yo no conseguía ver. Cada vez que veía aquella hermosa sonrisa que no había sido dibujada por mí, me sentía débil e indefenso, como ella en aquel preciso momento… Me sentía idiota por pensarlo y por callármelo como un cobarde.

Siempre quise haberle dicho lo que pensaba en realidad, decirle que la había descubierto por mucho que ella intentara esconderse de mí…

Levanté la mirada y me concentré en ella. Tenía los ojos cerrados y volvía a estar tensa. Cogí aire y sentí que no podía respirar. Había algo en medio de mis costillas que me lo impedía. Algo fuerte, doloroso, pero a la vez tierno, que me daban ganas de querer echarme a reír y a la vez llorar de lo intenso que era.

Sin apenas aire, conseguí abrir la boca y preguntarle una vez más:
-     ¿Crees que no me he dado cuenta de cómo eres realmente?

Mis palabras consiguieron llegar a ella, aun habiéndolas dicho tan bajo como pude. Abrió los ojos de par en par y levantó la mirada, concentrándose por primera vez en mí como era debido. «Por fin», pensé, «me prestas la debita atención».

Sentí que me temblaba el cuerpo, a esperas de lo que pudiera preguntarme. Como si aquella pregunta lanzada en aquel susurro que se había escapado de mí fuera una granada. Y esperaba su explosión completamente aterrado por lo que causaría. Pero ya no podía echarme atrás, una vez dado el paso. Porque finalmente, la tenía delante de mí, concentrada en mí, y quería que ella viese lo que sentía.
-    ¿Qué dices…? – la escuché musitar, con una voz aún más débil que la mía. Me llevé una pequeña sorpresa, y entonces comprendí algo. Ella estaba mucho más asustada que yo.

No pude aguantar más ese intenso cariño que sentía por aquella idiota que se creía que podía esconderse de mi vista infalible. No podía soportar más verla allí plantada, delante de mí, temblando por ese extraño miedo que sentía por que la hubiera expuesto en contra de su voluntad. Y finalmente, enternecido, sonreí mientras le confesaba lo siguiente:
-     Inconscientemente, en tu indiferencia, me has mostrado quién eres. Eres terca, descarada, idiota y una borde… pero también eres atenta, escuchas y comprendes. Por mucho que intentes disimularlo con tu impasibilidad, eres una persona dulce y aunque te muestras como alguien desconsiderado a quien sólo le importa su propia persona, tienes un gran corazón.

Fue extraño. Ni siquiera pensé esas palabras. Simplemente, se las dije tal y como me vinieron a la cabeza. Eran lo que sentía, lo que había descubierto, y lo que sabía realmente de ella.
Y de alguna manera, conseguí alcanzarla.

Envuelto en aquel remolino, sentí que por fin cambiaba de dirección y me arrastraba en la dirección correcta. En aquel lío de corrientes, la vi planear a varios metros de donde yo estaba. Titubeaba. Como una niña asustada. Tenía miedo a despeñarse y destrozarse por completo. No necesitaba que me lo dijera en voz alta, porque conseguía adivinar lo que se le pasaba por la cabeza.

La vi agachar la cabeza, cerrar los ojos y taparse la cara con las dos manos, temerosa de que la viera llorar.

Yo, que había querido alcanzarla e ir contra corriente, me sentí satisfecho cuando comprendí que el control del viento estaba en mis manos y que podía modificarlo a mi voluntad. Y así lo hice. Me dejé arrastrar por la corriente, hasta que por fin pude agarrarla de la mano.

Bueno, en realidad, en mi torpeza, simplemente le coloqué la mano en la cabeza. La acaricié con cariño, esperando que aquel gesto consiguiera tranquilizar su llanto. Aunque no disminuyó, al menos me aseguré de que no huiría de mí. Armado de valor, me acerqué más a ella y la rodeé con mi otro brazo, acariciándole la espalda. La vi separar sus manos de su cara y me miró, desconcertada por lo que hacía. Sonreí tímidamente, dudando de si aquel gesto era reconfortante o estúpido, pero me dio igual. Me atreví a dar un paso más y la rodeé por completo, envolviéndola en mi abrazo.

-     No tengas miedo – le susurré junto a su oído –. Sé quién eres. Y me gusta.

Sólo entonces, la sentí bajar la guardia. Apoyó su cabeza en mi hombro y correspondió a mi abrazo. Aquel simple gesto me tranquilizó, porque comprendí que ya no huiría más de mí. Esbocé una sonrisa, emocionado y la estreché más entre mis brazos.

En ese momento, lo único que pensé fue cuán feliz estaría si ella se atreviese a ser sincera por una vez y me dijera en voz alta lo que sabía que pensaba. Porque yo no huiría de ella. Es más, estaba dispuesto a tomar su corazón entre mis manos y protegerla como es debido. Porque ella vale mucho. Porque ella es especial. Porque de ella es de quien me había enamorado. 


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