Se paró frente a mí y levantó la cabeza,
encarándome con aquel gesto que tantas veces había visto: una preciosa muchacha
con ganas de pelea, como un hermoso animal salvaje que se enfrente a un
contrincante, queriendo defenderse. Yo la observé, completamente sorprendido
por que actuase de tal manear, cuando no habíamos tocado ningún tema
conflictivo. Al menos, que yo supiera…
- Mírame. ¿Qué es lo
que ves? – me preguntó con voz segura. La cuestión, como era de esperar, me
tomó desprevenido. ¿Que qué era lo que veía? Indudablemente a ella, un pequeña
guerrera que intentaba derribarme sin que yo supiera el porqué. Pero no le
respondí tal estupidez, porque pensé que el tema parecía demasiado serio como
para soltar una broma tan mala. Titubeé. En mi silencio, sentí que mi corazón
se achicaba y me puse nervioso. Algo en su rostro templado también pareció
dudar.
- ¿Cómo que qué veo?
– musité, no sabiendo qué responder.
Ella lanzó un suspiro. Me dio a entender que no le
sorprendía mi desconcierto. Me sentí burlado, porque ella era realmente
avispada y se adelantaba tanto a los acontecimientos que pocas veces me dejaba
disfrutar de mis victorias cuando discutíamos. A veces me frustraba lo astuta
que podía llegar a ser, porque me sentía inferior, pero con el tiempo descubrí
que esa habilidad suya me fascinaba, porque no lo hacía con malicia. Muchas
veces, incluso me ayudaba a pensar más rápido y profundizaba en mis argumentos.
Tenía la espléndida habilidad de hacerme plantearme cosas y filosofar, lo que
he de admitir que me ha llegado a gustar. Consigues ver las cosas desde
diferentes puntos de vista. Ves el mundo con nuevos matices, nuevos colores y
te encuentras con una realidad más viva, donde nada en bueno o malo, blanco o
negro… Esa chica que tenía delante me zambulló en la inmensidad del planeta y
me enseñó a disfrutarlo con curiosidad.
Con esa nueva habilidad perfeccionada gracias a
ella, llegué a descubrir que había muchas cosas en ella que escondía y llegué a
palparla como nunca había hecho con nadie, hasta descubrir quién era en
realidad. Avisté con buen ojo de águila cazadora que su tosquedad e
indiferencia no eran más que una pose que escondía un corazón tierno y
asustadizo. Cuando me hablaba del mundo, veía cómo miraba con adoración a los
niños del parque, cómo sonreía con tristeza al ver a algún animalillo perdido
por la calle, cómo respiraba intensamente disfrutando de la brisa del mar…
Detalles insignificantes camuflados por una actitud aplastante, pero que no
conseguía escapárseme.
Volvió a suspirar, viendo que no le daba una
respuesta. La noté tensarse y volvió a encararme con la cabeza bien alta, como
retándome. No se me pasó por alto su tono rudo, que tantas veces había empleado
para alejarse de mí:
- ¿Por qué estás tan
contento cuando no somos nada? – dijo con voz alta, serena.
Entrecerré los ojos, sorprendido por la pregunta
tan cortante y tan directa. He de admitir que sentí esa pregunta traspasarme el
pecho y ejerció una dolorosa presión en mi esternón. Debí de hacer algo con mi
cara que la puso nerviosa, porque optó por una actitud aún más a la defensiva.
No tuve más remedio que suavizar la tensión que se había formado, temeroso de
que se me pusiera a llorar en cualquier momento.
- ¿Estás enfadada
porque estoy contento de estar contigo? – le pregunté, ignorando su cuestión
previa. Reparé en su mano derecha, que la apretó con fuerza. Me asusté,
temiendo que se le cruzaran los cables y decidiera darme un puñetazo. Sé que
ella es capaz de hacerlo y no es broma… Así que decidí abordarla con otra
cuestión antes de que optara por lo que yo me temía: –. ¿A qué viene esa
pregunta? ¿No estabas contenta tú también conmigo?
En ese momento, la vi titubear. Indudablemente,
mis últimas palabras penetraron en ella como lo había hecho su pregunta en mí.
No sé si la hirió tanto como para traspasar su pecho como lo había conseguido
ella conmigo, pero al menos había conseguido desestabilizarla, como ella
siempre solía hacerme.
Permanecí inmóvil, observando cómo le cambiaba el
rostro. Sentí un repentino vacío en el fondo de mi estómago, asustado de que
hubiera cometido un grave error que pudiera pasarme factura. Y temí por lo que
mi espontaneidad podría causar. Tragué saliva como pude, olvidando casi por
completo cómo se hacía, porque mi lengua apenas se movió de su sitio, como si
se me hubiera quedado petrificada bajo aquella mirada que pretendía ser ruda,
pero que en el fondo me daba la impresión de que quería echarse a llorar.
Por primera vez, me fié de una chica y creía
fervientemente que no estaba equivocado. Ni siquiera recuerdo ni cómo empezó
todo. Simplemente, cuando me quise dar cuenta, ya era una amiga a quien le
contaba mis vivencias diarias y a quien tomaba el pelo por diversión. Ni
siquiera me había planteado interpretar aquellos indescifrables gestos tan
contradictorios. Agradable en un momento, distante y tosca en apenas unos
segundos. Pero de alguna forma, en vez de sentirme herido por esos drásticos
cambios en su personalidad, me sentí más cautivado porque, a diferencia de
todas las demás chicas a quienes pude desenmascarar su falsedad, ella no seguía
las mismas pautas en su conducta. Ella era indiferente en sus charlas sin
sentido, no le importaba lo que yo pensaba, ni se limitaba a imitar lo que yo
decía o quería. Así fue cómo me dejé arrastrar por su compañía, estimulante por
la inteligencia y la confianza que demostraba en sus ideales, y a veces
frustrante por cómo me debatía cuando no estaba conforme con lo que yo opinaba.
Alguien con ideas fijas, alguien con cabeza, segura de lo que era, de quién
era, y que no vacilaba en defenderse con todas sus armas cuando se sentía
indefensa. Sí, me di cuenta cuando comencé a prestarle más atención a sus
gestos, a sus ojos y a sus manos que me contaban más de ella de lo que me
dejaba entrever, escudada con aquella bien formada armadura que la protegía de
algo que yo no comprendía. Y eso fue lo que me cautivó en ella.
En algún punto en aquellas tardes interminables de
conversaciones sin sentido, entre broma y broma, queja molesta y crítica
inocente, llegué a fijarme en cómo adoraba lo que veía en la vida, en cómo
apreciaba a su familia, en cómo adoraba su trabajo, en cómo disfrutaba de las
maravillas del mundo, por mucho que lo tapara todo tras una capa de cinismo. Y
en algún momento, me dejé atrapar por algo que jamás había sentido. Una
corriente de aire, intensa, que marea en cuanto te dejas llevar, y que te
arrastra por parajes incomprensibles. La veía tan de lejos, cada vez que creía
alcanzarla se alejaba más y al final me puse a pensar si aquella especie de
remolino que me empujaba conseguiría arrastrarme hacia ella o si finalmente me
abandonaría en mi trayecto y haría que me estampara contra el suelo antes de
que consiguiera descubrir qué significaba todo aquello.
Tan acostumbrado como estaba a verla de lejos, aun
teniéndola tan cerca, me sentí abrumado cuando la vi allí quieta, con aquel
gesto asustado y a la vez atento a cualquiera de mis gestos, como si quisiera
lanzárseme a la yugular como un perro atemorizado que se pone en guardia. Por
primera vez, me di cuenta de que la tenía justo delante de mí, consciente de
que la veía, de que no le lanzaba miradas furtivas para descubrir qué pensaba
en realidad. No, esta vez estaba ahí, frente a mí, intentando hacerse la fuerte
con aquella expresión vacía, fría, pero que no conseguía llegar a sus ojos,
aquellos ojos que denotaban su miedo.
Fruncí el ceño, queriendo asegurarme de que detrás
de aquella fachada realmente lo que se escondía era miedo. Curiosamente, ella
pareció descifrar lo que estaba pensando, comprendiendo que había algo que no
encajaba con lo que me estaba mostrando y lo que me escondía en realidad. La
noté tensarse. Ahogué una carcajada. Comprendí que se preparaba para lanzarse
en mi contra, como ese perro asustado que se había dibujado en mi imaginación.
Sabía perfectamente en qué estaba pensando. Era tan obvia que me hizo gracia.
Pero no con malas intenciones. Sino porque me pareció muy tierna. Ciertamente,
ella tenía miedo a que la hiriera con lo que fuera a decirle. Cuán idiota,
pensé.
- ¿Por qué dices que
no somos nada? – le pregunté con tranquilidad. Me pareció extraño incluso para
mí estar tan tranquilo, cuando en realidad me sentía invadido por la vergüenza.
Pero en aquel momento, aquello no importaba. Sólo quería que ella se serenase y
que por primera vez, confiara en mí. –. ¿Acaso no somos amigos? – agregué.
Mi pregunta la dejó petrificada. Parpadeé varias
veces, viendo cómo la tensión de su cuerpo desaparecía poco a poco y su
expresión vacía se transformaba en sorpresa. Frunció el ceño y abrió la boca
tontamente. De repente, la tensión y la vergüenza que sentía desaparecieron y
sonreí divertido por la cara de idiota que acababa de poner.
¿Cuántas veces me había fulminado con una mirada
furiosa? ¿Cuántas veces la había admirado por el temple que mostraba, por su
astucia, por su capacidad de rebatirme en todo lo que le argumentaba, por cómo
se mostraba compuesta cuando intentaba picarla? Cuando conseguía sacarle una
carcajada sincera, me sentía emocionado por su inocente risa, tan única como
ella misma. Pero sobre todo, me invadía un tierno sentimiento de cariño cada
vez que la observaba por el rabillo del ojo, siempre mirando a la lejanía,
olvidándose completamente de mí, sonriendo tiernamente por algo que yo no
conseguía ver. Cada vez que veía aquella hermosa sonrisa que no había sido
dibujada por mí, me sentía débil e indefenso, como ella en aquel preciso momento…
Me sentía idiota por pensarlo y por callármelo como un cobarde.
Siempre quise haberle dicho lo que pensaba en
realidad, decirle que la había descubierto por mucho que ella intentara
esconderse de mí…
Levanté la mirada y me concentré en ella. Tenía
los ojos cerrados y volvía a estar tensa. Cogí aire y sentí que no podía
respirar. Había algo en medio de mis costillas que me lo impedía. Algo fuerte,
doloroso, pero a la vez tierno, que me daban ganas de querer echarme a reír y a
la vez llorar de lo intenso que era.
Sin apenas aire, conseguí abrir la boca y
preguntarle una vez más:
- ¿Crees que no me he
dado cuenta de cómo eres realmente?
Mis palabras consiguieron llegar a ella, aun
habiéndolas dicho tan bajo como pude. Abrió los ojos de par en par y levantó la
mirada, concentrándose por primera vez en mí como era debido. «Por fin», pensé,
«me prestas la debita atención».
Sentí que me temblaba el cuerpo, a esperas de lo
que pudiera preguntarme. Como si aquella pregunta lanzada en aquel susurro que
se había escapado de mí fuera una granada. Y esperaba su explosión
completamente aterrado por lo que causaría. Pero ya no podía echarme atrás, una
vez dado el paso. Porque finalmente, la tenía delante de mí, concentrada en mí,
y quería que ella viese lo que sentía.
- ¿Qué dices…? – la
escuché musitar, con una voz aún más débil que la mía. Me llevé una pequeña
sorpresa, y entonces comprendí algo. Ella estaba mucho más asustada que yo.
No pude aguantar más ese intenso cariño que sentía
por aquella idiota que se creía que podía esconderse de mi vista infalible. No
podía soportar más verla allí plantada, delante de mí, temblando por ese
extraño miedo que sentía por que la hubiera expuesto en contra de su voluntad.
Y finalmente, enternecido, sonreí mientras le confesaba lo siguiente:
- Inconscientemente,
en tu indiferencia, me has mostrado quién eres. Eres terca, descarada, idiota y
una borde… pero también eres atenta, escuchas y comprendes. Por mucho que
intentes disimularlo con tu impasibilidad, eres una persona dulce y aunque te
muestras como alguien desconsiderado a quien sólo le importa su propia persona,
tienes un gran corazón.
Fue extraño. Ni siquiera pensé esas palabras.
Simplemente, se las dije tal y como me vinieron a la cabeza. Eran lo que
sentía, lo que había descubierto, y lo que sabía realmente de ella.
Y de alguna manera, conseguí alcanzarla.
Envuelto en aquel remolino, sentí que por fin
cambiaba de dirección y me arrastraba en la dirección correcta. En aquel lío de
corrientes, la vi planear a varios metros de donde yo estaba. Titubeaba. Como
una niña asustada. Tenía miedo a despeñarse y destrozarse por completo. No
necesitaba que me lo dijera en voz alta, porque conseguía adivinar lo que se le
pasaba por la cabeza.
La vi agachar la cabeza, cerrar los ojos y taparse
la cara con las dos manos, temerosa de que la viera llorar.
Yo, que había querido alcanzarla e ir contra
corriente, me sentí satisfecho cuando comprendí que el control del viento
estaba en mis manos y que podía modificarlo a mi voluntad. Y así lo hice. Me
dejé arrastrar por la corriente, hasta que por fin pude agarrarla de la mano.
Bueno, en realidad, en mi torpeza, simplemente le
coloqué la mano en la cabeza. La acaricié con cariño, esperando que aquel gesto
consiguiera tranquilizar su llanto. Aunque no disminuyó, al menos me aseguré de
que no huiría de mí. Armado de valor, me acerqué más a ella y la rodeé con mi
otro brazo, acariciándole la espalda. La vi separar sus manos de su cara y me
miró, desconcertada por lo que hacía. Sonreí tímidamente, dudando de si aquel
gesto era reconfortante o estúpido, pero me dio igual. Me atreví a dar un paso
más y la rodeé por completo, envolviéndola en mi abrazo.
- No tengas miedo –
le susurré junto a su oído –. Sé quién eres. Y me gusta.
Sólo entonces, la sentí bajar la guardia. Apoyó su
cabeza en mi hombro y correspondió a mi abrazo. Aquel simple gesto me
tranquilizó, porque comprendí que ya no huiría más de mí. Esbocé una sonrisa,
emocionado y la estreché más entre mis brazos.
En ese momento, lo único que pensé fue cuán feliz
estaría si ella se atreviese a ser sincera por una vez y me dijera en voz alta
lo que sabía que pensaba. Porque yo no huiría de ella. Es más, estaba dispuesto
a tomar su corazón entre mis manos y protegerla como es debido. Porque ella
vale mucho. Porque ella es especial. Porque de ella es de quien me había
enamorado.
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