Es curioso, no sé dónde estoy.
Hay una mujer que no conozco sentada junto a mí. Hace un rato me ha dicho algo
y me ha acariciado la espalda, pero ese breve recuerdo está difuminado en mi
memoria y ahora mismo, dudo de si ha sido producto de mi imaginación o si
realmente ha ocurrido.
Miro en todas direcciones. Hay
personas paseando de un lado a otro. Enfermeras. Médicos. Un niño más pequeño
que yo espera sentado en una silla junto a su madre. Se está tapando la nariz
con un pañuelo de papel. La madre parece nerviosa. Entre tanta gente, nadie
parece prestarles atención.
El niño se da cuenta de que lo
estoy mirando y me devuelve la mirada. Es extraño. En cualquier otro momento,
me hubiese sobresaltado. Sin embargo, permanezco tranquilo, respondiendo a
aquellos ojos que parecen querer llorar. Curiosamente, la tristeza que veo en
ellos me hace sentir algo dentro de mi pecho, como si algo que no comprendo se
revolviera en lo más profundo de mis entrañas y quisiera hacerme reaccionar.
Aparto la mirada de él. Ese extraño tirar que siento en mi estómago se
tranquiliza un poco.
Cierro los ojos, queriendo
recordar qué es lo que me ha llevado a estar en esa sala de hospital. Lo último
que recuerdo es estar hablando con mi madre en la cocina. Ella estaba dando
vueltas, nerviosa, y murmuraba cosas que yo no comprendía. Intentaba seguirla,
quería ayudarla, pero ella no parecía prestarme atención. No era algo nuevo
para mí. Llevo como unos cuatro años soportando esa indiferencia que siente
hacia mi persona. Al principio la odiaba, porque no comprendía nada. Aún así,
según he ido haciéndome mayor, he ido comprendiendo.
Un escalofrío recorre mi espalda.
El presentimiento de que algo viene a mi mente. Efectivamente, un recuerdo grabado
en lo más profundo de mi memoria se proyecta en la oscuridad de mi cabeza, como
si se tratara de una película casera grabada con una cámara de calidad
discutible.
Un verano a mis nueve años. Mi
madre había decidido gastar el dinero que mis abuelos le habían dado por
navidades y me había llevado con ella a la costa. Habíamos alquilado un pequeño
apartamento junto a la playa. A la mañana, me despertaba con su eufórica
sonrisa, golpeando una cacerola, ya que era el ruido más insoportable que yo
había oído en mi vida y porque sabía que sólo así conseguiría despertarme.
Recuerdo que salté de un brinco de la cama en la que dormía. Me quejé, pero
ella ignoró mis lamentos. Simplemente me sonrió con aquella dulce sonrisa. Por
aquel entonces, yo pensaba que había una luz dentro de mi madre que le
iluminaba el rostro cuando esbozaba aquella tierna sonrisa, que no sólo me
dirigía a mí, sino a todo el mundo que se topaba con ella. Yo, un niño
asustadizo, me sentía protegido de todos mis miedos cuando me saludaba con
aquella sonrisa. Adoraba a mi madre.
La oía cantar mientras nos
preparaba el almuerzo. Yo disfrutaba sentado en el sofá, viéndola meter los
utensilios para pasar el día dentro de aquella mochila tan hortera que me
obligaba a llevar a la espalda. Pero me daba igual, siempre que fuera ella la
responsable de aquella tortura. Cuando lo hubo dispuesto todo, corría hacia mí
y me cogía en volandas. Daba igual cuánto hubiera crecido, siempre aguantaba mi
peso en el aire unos segundos, hasta que sus brazos cedían y me dejaba otra vez
en el suelo. Era como un hechizo. Lo hacía y yo me echaba a reír. Ahora que me
pongo a pensar, tal vez ése fuera su único cometido. Aún siendo mi madre tan
sonriente, yo siempre proyectaba un aire afligido. El porqué lo sabíamos los
dos. Aún no había superado la muerte de mi padre. Así como mi madre siguió
luchando por los dos y consiguió sacar esa energía infinita de algún lado que
yo desconocía, yo seguía echando de menos a aquel hombre que me había enseñado
a montar en bici, que me ayudaba a hacer las ecuaciones matemáticas, que me
pegaba en el trasero cuando hacía algo mal en casa, quien jugaba conmigo a
futbol y me dejaba ganar por compasión…
Ya en la playa, mi madre me
arrastraba al mar y los dos jugábamos con aquella pelota de Nivea que
aún pululará por los cajones de casa. Eran días felices, brillantes, donde
aquella hermosa sonrisa resplandecía como foco principal, iluminando mis más
terribles pesadillas.
Aquel recuerdo, ahora me resulta lejano.
Escucho a la mujer sentada a mi
lado hablar con un médico que pasa corriendo a nuestro lado. El tipo se
detiene, mira unos papeles que lleva en la mano y le responde con un «esperen
un momento». La mujer asiente, no muy satisfecha con la respuesta y vuelve a
sentarse a mi lado, permitiéndole al médico volver a la carrera.
-
Tranquilo, ponto podremos
verla – la escucho decirme, como un eco perdido en la lejanía. Yo la miro sin
verla y asiento con la cabeza, como si fuese un títere sin vida a quien su conductor
agita el hilo para que pueda ejercer tal acción.
Trago saliva, pero es extraño. No
puedo mover mi lengua, como si ésta se hubiese quedado atascada y no
respondiera a mis intenciones. Me pregunto, por un momento, si se me ha
olvidado cómo se traga saliva. Y siento miedo. ¿Es posible que se me olvide
cómo tragar? A mi madre se le olvidó cómo se agarra el mango de la jarra de la
leche y tuve que explicárselo una vez. ¿Me está ocurriendo a mí lo mismo?
El miedo actúa de alguna forma y
por fin consigo mover la lengua, aunque sólo sea unos pocos milímetros, que me
permiten tragar la saliva que se me estaba acumulando en la boca. Suspiro un
poco más aliviado, pero ni así consigo sacudirme el miedo de encima.
Hace cuatro años, poco antes de
que yo cumpliera los diez, mis abuelos comenzaron a visitarnos más a menudo. Yo
me alegré, porque sólo los veía cuando tenía fiesta. En aquel momento, no fui
capaz de ver la razón detrás de aquellas visitas, hasta que por fin me di
cuenta de que algo había cambiado en mi madre. Ya no era capaz de cuidarme
sola. Y poco a poco, tampoco era capaz ni de cuidarse a sí misma.
Había oído que mi abuelo, el
padre de mi madre, había muerto siendo relativamente joven, pero nunca había
preguntado por qué. Como no lo había conocido, no había despertado mi interés.
Pero cuando vi que mi madre, aquella sonriente y alegre mujer, se desvanecía
tras un velo cansado y pálido, no pude soportar más la incógnita y decidí
encontrar respuestas a ese cambio en la personalidad que yo tanto atesoraba.
En aquella época, todo mi mundo empezó
a desmoronarse.
Si ya pasaba malos ratos en
clase, donde los niños se burlaban de mí por ser tan callado y vestir de forma
tan cutre, en casa mi mundo era todavía más crudo. Ya no había sonrisas que
atenuaran mi tristeza. Sólo había silencio. Eso en los mejores días. En los
peores, me encontraba envuelto en una extraña batalla en la que no sabía cómo
había llegado a ser partícipe. Mi madre gritaba, como loca, y se movía de una
forma extraña, como si fuera poseída por un demonio. Cuando era un niño, me
encerraba asustado en mi cuarto, esperando a que el fantasma que había entrado
en su cuerpo se cansara de sacudirla y nos concediera un momento de paz. Según
iba creciendo y comprendiendo la situación, sin embargo, me sentaba en la silla
más cercana a mi madre y esperaba a que se tranquilizara, para poder intervenir
y sosegarla hasta que las fuerzas desaparecieran por completo y fuera yo quien
la cogiera en brazos, como ella había hecho en mi niñez, y la llevara de vuelta
a su cama.
Sólo cuando mis abuelos me
visitaban sentía paz. Pero ni ellos eran capaces de tranquilizar por completo
mi espíritu.
Me sorprendo al fijarme que me he
vuelto a sumergir en los recuerdos. Levanto la mirada y me fijo en la mujer que
sigue sentada a mi lado. Ni siquiera me acuerdo de su nombre. Se me ha
presentado hace unas horas y me ha acompañado hasta aquí, encargándose ella de
la situación. Incluso ha sido ella quien me ha curado el corte de mi brazo.
Sólo recuerdo sus palabras mientras me soplaba la herida que intentaba curar
con agua oxigenada.
-
Tranquilo, no es tu madre
quien te ha hecho esto, es su enfermedad.
En aquel momento, recuerdo que
tuve ganas de echarme a reír. Bien sé yo eso. La madre que yo recuerdo no era
capaz de tirarme un plato, ni mucho menos no reconocerme y amenazarme con un
cuchillo. Ella me cogía en brazos y me sonreía, para que yo me sintiera feliz.
El médico que minutos antes había
detenido aquella mujer cuyo nombre no recuerdo, se acerca a nosotros,
esquivando a las personas de aquel concurrido pasillo. Se detiene frente a
nosotros. La asistenta social se acerca a él y los dos hablan. Finalmente, se
vuelven a mí. Sus caras son reflejo de la compasión que sienten por mí. Tal vez
en otro momento se lo hubiese agradecido, pero ahora mismo, no siento nada. Es
como si me hubiese quedado tan vacío como mi madre.
-
Puedes pasar a verla – escucho
decirme a la asistenta social.
Yo asiento con la cabeza. Me
levanto con cuidado, dudando de si me acuerdo de cómo se camina. Suspiro
aliviado al ver que soy capaz de dar un paso adelante. La mujer y yo seguimos
al médico y nos detenemos frente a una habitación donde descansa el nombre de
mi madre bajo el número 239. El médico me abre la puerta y me anima a que
entre.
Sin embargo, soy incapaz de dar
un paso más.
El vacío se ha llenado con un
sentimiento que conozco muy bien: el miedo. Miedo de lo que voy a encontrar
dentro. ¿Cómo me recibirá? ¿Se acordará de mí? ¿Estará llorando al ser
consciente de lo que ha hecho? Tengo miedo, porque por encima de todo, es a
ella a quien menos quiero ver sufrir.
-
Tranquilo, yo estoy contigo
– escucho decirme a la asistenta social. Giro un poco la cabeza y me concentro
en ella. Me sonríe, pero esa sonrisa no contiene la misma luz que tenía la de
mi madre. No es capaz de llegar a mí. Agradezco su gesto, pero no es consuelo
suficiente para mí.
«Siempre estaré contigo, pase lo que
pase. Siempre te querré». Escucho una dulce voz en el fondo de mi cabeza. Una
tarde, después de que llegara de clase, me eché a llorar en el regazo de mi
madre. Ella me acarició el pelo hasta que me tranquilicé y fui capaz de
contarle lo que me carcomía por dentro. Ella me cantó como lo hacía aquellos
días que pasamos en la playa, me recordó aquellos lejanos días con mi padre y
me aseguró que llegaría el día en el que todo el mundo vería que yo era grande
y que me valorarían por quién era. Ya no habría más abusones, no más miedo por
la gente que me rodeaba. Y ella estaría a mi lado, luchando conmigo. Aunque
físicamente no lo estuviera, siempre estaría conmigo, en mi corazón.
Pase lo que pase, sea lo que sea
que encuentre ahí dentro, mi madre sigue siendo mi madre. Ella es quien me dio
la vida, quien me ha criado, quien me ha visto crecer, quien me ha enseñado
sobre la vida. Ella es quien me ha abrazado cuando lo necesitaba. Supongo que
en sus momentos difíciles, tendré que ser yo quien esté a su lado.
Con esto en mente, cruzo la
puerta y me encaro a lo que sea que me espera en la habitación 239.
Allí está ella, tumbada en
aquella cama de hospital, con la cabeza girada hacia la ventana. Parece
interesada en el exterior.
-
Hola, mamá – la llamo,
intentando disimular el temblor de mi voz. Esbozo una tímida sonrisa, queriendo
así llenarme de fuerzas positivas para poder encararla de la mejor forma
posible.
Sin embargo, no recibo respuesta
a mi saludo. Me detengo en seco, a apenas treinta centímetros de su cama.
Vacilo.
-
¿Mamá? – la llamo una vez
más –. Soy yo, Ángel. He venido a verte…
Ni siquiera mi nombre parece
surtir efecto en ella. La pequeña sonrisa que había intentando dibujar en mi
rostro se deforma en un gesto aterrorizado. Intento tragar saliva, pero como me
ha ocurrido en aquel pasillo, olvido por un instante de cómo se hace. La mujer
que tengo frente a mí gira la cabeza, pero ni siquiera se fija en mí. Me
ignora, como tantas otras veces ha hecho.
Siento que mi corazón se rompe en
mil pedazos.
No sé quién es esa mujer que está
tumbada en esta cama de hospital. No hay vestigios de aquella dulce madre que
me sonreía con aquella hermosa sonrisa que iluminaba toda la habitación. Esta
cáscara de mujer que se parece a mi madre tiene la mirada perdida, como si ni
siquiera estuviese aquí conmigo.
Intento estirar mi mano, tocar la
suya, pero no soy capaz de mover ni un músculo. El miedo me paraliza. En
silencio le grito que me mire, que me haga caso, como mil veces le he espetado
en casa, pero ella es incapaz de escuchar mis lamentos, bien sean en voz alta o
en voz baja. La madre que yo tanto he querido ya no está ahí. Igual que mi
padre, se dejó atrapar por la miseria y se ha alejado de mí, dejándome
completamente solo. Dejándome indefenso en este enorme mar de dolor.
«Mamá, sonríeme una vez más, por
favor. Sólo una vez más, para que yo sepa que sigues aquí, protegiéndome».
Llevo queriendo decir esa frase
tanto tiempo que ya no recuerdo cuándo la pensé por primera vez. Pero una vez
más, olvido cómo se habla y me dejo engullir por el silencio.
Espero que alguna vez desaparezca
esta desazón que me consume el alma.
Aprieto mis manos y cierro los
ojos, dejando que las lágrimas tomen su rumbo. Lo siento, pero la tristeza me
supera.
Maldita esquizofrenia.
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